ARCHIVOS PARLANCHINES: ¡Ay!… al que come maní y rositas, le crecen sus cositas…

ARCHIVOS PARLANCHINES: ¡Ay!… al que come maní y rositas, le crecen sus cositas…
Fecha de publicación: 
4 Marzo 2018
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En el 2007, el Chino Lam, gran amigo y el Cronista de la Música Cubana, como se hace llamar en estos tiempos, me invitó a una frugal comida en su casa para proponerme varios sujetos raros que podrían figurar en mi diccionario de personajes populares, y luego de ponerme al tanto de las últimas noticias, chismes, anécdotas calienticas, burlas, denuncias y pendencias, me preguntó casi por casualidad: «Oye, pero ya entrevistaste a La Manisera, ¿o no?».
 

Días después, aguijoneado por la curiosidad, hablé con una anciana en muletas, vendedora de galleticas en La Rampa, quien me aseguró «ser una gran amiga de la susodicha» y hasta me dio, en secreto, «su nombre de guerra». Le creí sin mayores indagaciones. Dos noches después, cuando estaba disfrutando de las brisas del trópico sentado en el Malecón con un conocido crítico de cine, apareció ella, y yo, lleno de ingenuidad y buenas intenciones, le pregunté:
 

—Señora, ¿es verdad que a usted le dicen Blancanieve?
 

—Bueno, pero yo me… (aquí viene el momento en que me recuerda a la autora de mis días).
 

¡Había sido víctima de una suerte de complot!, ¡de una lucha de poder entre las merolicas! Aunque no me desanimé, pasé varios meses huyendo de la vista de La Manisera cuando esta se apostaba el pie de la taquilla del cine Yara o hacía suyo el portal del Infanta. El objetivo era que se olvidara de mí, y a la larga lo logré. ¡La entrevista estaba segura!
 

Romelia Rodríguez Roja, figura imprescindible en las calles de la capital desde el 2000 (o tal vez desde antes) tiene varios puntos de contacto con algunos de los personajes deambulatorios de la colonia. Todo en ella da la idea de una grotesca estampa: prematuramente envejecida, esquelética, con mucha pintura en el rostro, presa en unos anchos pantalones coronados por una blusa anticuada, y un invariable pañuelo barato en la cabeza.
 

No obstante, desde que la invité a tomarse una malta en una dulcería que está al lado del Hotel Inglaterra y puse luego mis pies en su modesto santuario, me di cuenta de que esta mujer, acusada de marañera en su «sindicato», saca un diez en el agreste arte de ganarse la vida como sea, a pesar de tener un carácter ríspido y, a veces, agresivo, lo que la aleja un tanto de sus pocos amigos.
 

Según sus viejos vecinos, La Manisera llegó a La Habana en 1966, procedente de Guanajay, y después de aburrirse de coser ropas maltrechas y arreglar las manos de las no siempre benefactoras clientas, puso su propia «industria» de alimentos en una habitación con barbacoa ubicada en un ruidoso edificio multifamiliar de la calle Obrapía, muy cerca del bar El Floridita y de La Moderna Poesía. Este negocio, artesanal y de mala muerte, le ha servido para dar de comer a sus dos hijos varones (no muy laboriosos que digamos) y vencer la inopia cuando su esposo la abandonó, aburrido por sus rabietas permanentes.
 

«Hace unos ocho años empecé a vender en la calle —me comentó en un inicio—. Me muevo por los cines… camino por el Malecón… donde más público haya es donde mejor funciona esto. ¿Qué hago para vender?, ¿cuál es mi técnica?, ¿si tengo contrincantes? Bueno, el maní tiene alimentos, la gente lo compra. Yo me pego bastante a los posibles clientes y les hago revelaciones como esta: ¡Ay!… al que come maní y rositas, le crecen sus cositas…
 

«Claro, atrás viene la otra manisera desacreditando mi producto, usted sabe cómo es. He tenido problemas con las vendedoras que han sacado licencias, quienes no quieren a las «clandestinas» como yo, aunque ya me arreglé con la ONAT. Hay una vieja en muleta que está celosa de mí. Ella no pasa de los bisnes y yo tengo relaciones: los extranjeros me hacen regalos, me tienen cariño, vienen a cada rato a mi casa. Yo siempre estoy arregladita; ella anda cochina.

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Romelia cuida mucho su figura a la hora de realizar sus ventas

 

«Hace tiempo, en la avenida del Malecón, llegó un carro y me arrolló. Me levantó en peso cerca del Hospital Ameijeiras. Los choferes venían borrachos y al verme en el piso, me dieron una patada en el muslo. Una señora que venía les gritó: “Asesinos, ¿cómo la van a dejar allí?”. Entonces cogieron miedo y me dejaron en Urgencias. Estuve gravísima».
 

Más allá de sus mentiritas, malas posturas y excentricidades, no se le puede negar a Romelia su actitud de trabajo, tenacidad y persistencia: ella misma se ocupa de tostar el maní y merodea por las zonas más concurridas del centro histórico y El Vedado desde las dos de la tarde hasta las diez u once de la noche, sin tomarse un solo día libre ni dar muestras de cansancio. Su acrobacia parece inextinguible. Para colmo, en diciembre último, junto a los cucuruchos de maní, la vi cargar una bolsa casi llena de latas vacías de refrescos y cervezas.

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Sus maníes atrapan a los niños
 

«Sí, en el cine Payret me contrataron como “actriz” de una representación de teatro, la cual duró muy pocas funciones —agregó por último—. Yo salía y le murmuraba a un “mano suelta” y a su amiga: “Compren maní y no se dediquen a esas cosas”. Me tiraron fotos y todo.
 

«Según los embaucadores, tengo dinero, vivo en una mansión y visito restaurantes caros. Esos son inventos para arruinar mis ventas. Si fuera así, no saldría con mis maníes. Ahora mismo estoy tratando de vender un maletín, porque tengo que comprarle una malla a una de mis dos nietas. ¿Usted no se embulla?».

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