El regalo de un padre
especiales
Cuando a uno le regalan un padre puede ser buena cosa. Con independencia de que sea el que te haya tocado y no escogiste, de que sea el dueño del intrépido espermatozoide que, entre millones, fecundó al óvulo de tu mamá, contar con él podría ser una suerte.
Más que un apellido y que el hombre que te enseñó a boxear, si naciste varón, o que te prohibía salir con esa saya tan corta, si naciste hembra; al regalarte un padre te regalaron también sus recuerdos.
Con el padre –y claro, también con la madre, con la parentela toda- heredas, desde que naces, un bulto de raíces que te anclarán a una estirpe, a una cultura, a pasados y futuros que te estructuran.
No pocas veces, si tienes las antenas bien dispuestas, con el padre aprenderás algunos de esos dilemas entre la ternura y la hombría, o entre la sensibilidad y la “entereza”.
Y lo mejor: con el padre aprendes de tus orígenes más remotos. El asunto es no perder la oportunidad de preguntarle, cuando todavía es tiempo, cómo fue que conoció a mami, qué le gustaba más de ella, cuándo tuvieron sexo por primera vez, por qué se casaron, por qué se divorciaron, si es el caso.
Hay que preguntar porque todas esas respuestas son también uno mismo.
A veces, la vida pasa tan apurada, y “los días parecen niños corriendo con las manos agarradas” -como canta el trovador- que uno se olvida, o no le da importancia, de sentarse alguna que otra vez a conversar con el viejo y averiguar cómo era papá de niño, cómo era la abuela o el abuelo que no conocimos.
Puede resultar comidita para el alma ponerse a hablar pausadamente con el padre intentando rescatar nuestra propia imagen de bebé, niño o adolescente, que son los recuerdos más escurridizos: ¿Cómo yo era cuando nací, lloraba mucho?, ¿Tú ibas a las reuniones de padres en la escuela?, ¿te acuerdas de mi maestra de preescolar?, ¿te acuerdas de cuando llegué tarde a la casa por primera vez?, ¿te acuerdas de…?
Conozco de un padre que, en un rapto de la serenidad, le rompió furioso contra la acera el bate de pelota al hijo, que no quería subir a bañarse. Luego, con una paciencia infinita; guiada la mano más por el arrepentimiento que por el talento artístico, con los restos del bate talló un rústico carrito para regalárselo al frustrado pichón de pelotero.
La mirada de desamparo e incredulidad del niño cuando vio el madero partirse y escuchó el seco crujir, como de hueso quebrándose, había que borrarla; o al menos, atenuarla. Porque esos son de los instantes que marcan más que los propios calendarios: “Aquello fue antes de que me rompieras el bate”, “Aquello fue antes de que te rompiera el bate”.
Conozco de otro padre que se negó a que la hija, muy joven, durmiera fuera de casa. A él no le importaba –de hecho, lo sabía- que se acostara con el novio, en la casa de él, en el campismo, en la playa... “Pero la niña tiene que dormir en su casa, qué va a decir la gente”.
La primera vez que ella se decidió a burlar la prohibición paterna, recibió en la alta madrugada un caustico aviso telefónico del padre: “Si regresas aquí es a recoger tus cosas”.
Avanzado el día siguiente, con la noche desperdiciada y el alma en un hilo, volvió a su hogar la muchacha, acompañada del novio, para ayudarla con la “deportación”. El padre fue quien abrió la puerta. Y ya lo dije: hay instantes que marcan. De esos fueron también los segundos en que los ojos de ella y él se encontraron a través de la puerta entornada. Ella, sin decir, le decía perdóname; y él…
A la vez que abría la puerta para que ambos pasaran, preguntó como quien no quiere la cosa, como quien no dice nada importante: ¿Van a almorzar cuando tu mamá sirva, o van a esperar?
Sí, cuando a uno le regalan un padre puede ser buena cosa.
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