Nuestro Fidel…
especiales
Fidel es Fidel y es nuestro, escribí una vez en un texto sobre la muestra fotográfica de Roberto Chile que recogía conmovedoras imágenes del líder de la Revolución. Y es que cada cubano lleva una imagen personal de Fidel como la de un familiar o un amigo. Ese hombre ilustre se unió de tal forma al pueblo, que ni siquiera le ponemos apellido: Fidel es suficiente, los siguientes testimonios lo confirman...
María Calderón (artesana, 82 años)
«Yo fui muy amiga de Fidel y hablé muchas veces con él y un día le dije: ¿y si usted se nos va? Él me dijo: yo nunca me voy a ir y espero que tú tampoco te vayas, dentro de 25 años escríbeme una carta para saber dónde estamos. A los 25 años le envié una carta y mandó una gente a verme al hospital Ameijeiras, que estaba allí por una operación, y la palara se la cumplí y se la voy a seguir cumpliendo».
Dulce María García Cruz (maestra, 60 años)
«En la vida existen momentos inolvidables que dejan huellas profundas en la memoria. En mi caso, hay dos de esos momentos que siempre recordaré, y ambos están relacionados con la presencia directa de nuestro Comandante Fidel. El primero de ellos, cuando con solo 15 años y era estudiante de magisterio, en el poblado de Triunvirato se anunció su visita, esperamos todo el día y no llegó; algo decepcionadas por la espera fuimos a la casa y apenas entramos nos avisaron: llegó el Comandante. Cuando bajamos ya estaba rodeado de todo el pueblo y nos era imposible llegar hasta él. Los escoltas habían hecho un cordón tratando de protegerlo de cualquier suceso, pero él, como siempre, queriendo acercarse a las personas, al vernos vestidas con uniformes preguntó y dijeron que eran las maestras. No respetó el cordón y se acercó a nosotras, nos saludó, nos besó y estrechó la mano; seguidamente se interesó por las condiciones de trabajo, cómo vivíamos, en qué momento estudiábamos, entre otras cuestiones. Fidel parecía un padre al dirigirse a aquellas diez muchachas de diferentes lugares de la provincia que habíamos ido a trabajar en aquel pueblito de campo. En mí despertó muchas emociones, pues se sentía tan humano, tan cercano, que era difícil de olvidar.
«En la segunda ocasión, muchos años después, al regreso de una misión internacionalista en Nicaragua, estaba esperándonos en el aeropuerto. Allí de nuevo, con su carisma, nos estrechó la mano, nos saludó. Como estaba muy cerca, me echó el brazo por encima del hombro y conversó largo rato sobre la labor realizada, las impresiones que teníamos, cómo nos habían recibido, los criterios sobre la misión, en fin, sobre todo lo relacionado con la misión. En esta ocasión, al igual que en la primera, sentí a Fidel como a alguien familiar, alguien que se preocupa por las cosas más sencillas y se ocupa porque todo marche bien, con el poder de despertar sentimientos profundos e inolvidables en las personas, hace que uno se sienta importante».
Eneida Chávez (jubilada, 76 años)
«En el año 62 yo era administradora del teatro Sauto de Matanzas y Fidel vino a ver la película El Comunista. Cuando me lo dijeron, yo expliqué que eso no podía ser, porque el Sauto era uno de los puntos principales de la contrarrevolución, ponían bombas, cocteles molotov, aquello era tremendo, y en esas condiciones no podíamos dejar entrar al Comandante. Entonces hablé con Fidel personalmente, se lo expliqué y mandamos al proyeccionista a poner la película en el cine Matanzas, en el barrio de Pueblo Nuevo, para que él pudiera verla. Era un hombre joven todavía, imagínate, y muy agradable, muy cariñoso, con unas manos preciosas, me encantaron sus manos...».
Lisbet Ruiz (periodista, 33 años)
«La primera vez que lo vi personalmente fue en el II Congreso de Pioneros en el Karl Marx. Me senté a dos butacas de él y al terminar la gala, todos los niños fueron a tratar de abrazarlo, yo por disciplina solo lo observé desde mi puesto. Luego, durante mis prácticas pre-profesionales en la Agencia de Información Nacional, tuve la oportunidad de encontrarlo otra vez muy cerca en la inauguración del Museo a la Batalla de Ideas, y otra vez mi exceso de disciplina cortó el impulso de correr a pedirle un abrazo.
«Años después fui invitada a una boda en la que él fue testigo. Allí llegó vestido de verde, hacía una pausa en el trabajo incesante de los días de la Revolución Energética. Éramos muchos jóvenes, casi todos graduados de la Universidad de La Habana, y luego de la ceremonia se quedó conversando con nosotros. Una profesora le hizo una pregunta y él la miró con unos ojos de 30 años, y con una zalamería que le salía por los poros le dijo: “mujer de poca fe”. Aquellas palabras no se me olvidan, pues regresaron al joven atractivo que fue, al hombre encantador que nunca dejaría de ser… Cuando se despidió, le pasó el vaso del que él apenas había tomado algo a uno de mis amigos, y ahí lo asaltamos para probar todos de aquella bebida con “moléculas de Fidel”. Fue una especie de compensación por el abrazo que jamás me perdonaré no haberle pedido».
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