La otra cara del miedo
especiales
Para Ahmed Velázquez, porque donde
quiera que esté, andará con su cámara al cuello
Fotos Ahmed Velázquez
Al contemplar el rostro de esa niña siria que le ha dado la vuelta al mundo, alzando sus bracitos a modo de rendición ante el telefoto de una cámara que confundió con un fusil, me regresó el recuerdo de otra niña frente a otra cámara.
No viví la escena, pero un periodista, testigo presencial, me hizo el relato tan vívido que casi me pareció sentir hasta las temperaturas y los olores de la selva.
Porque era una selva africana, en Ghana, y los cubanos que por allí transitaban conformaban un grupo de médicos junto a dos periodistas, un fotógrafo y un técnico de audio, dispuestos a reportar aquel bregar anónimo y a la vez digno de la mejor novela por su dosis de altruismo y también, sí, de heroicidad.
O acaso no es heroico atravesar cientos de kilómetros por una selva anochecida, con un vehículo renqueante que se apagaba a cada paso y desde cuyas ventanillas podían divisar, entre el follaje compacto, el resplandor de ojos animales que acechaban, y escuchar sonidos mil, a cada cual más amenazante e indescifrable, al menos para quienes no fuesen oriundos de esas tierras olvidadas hasta entonces por la bondad humana.
Descubrimiento
Me contaba el colega que en uno de los tantos estropicios de la camioneta, tuvieron que bajarse porque la reparación no sería solo de un parche. Ya casi amanecía y el grupo de hombres se vio sorpresivamente rodeado, porque no los sintieron llegar ni vieron de dónde venían, por casi una veintena de niños y alguna que otra mujer con su crío a la espalda.
Provenían de una aldea, casi al alcance de la mano, pero eso lo supieron después.
En aquel instante solo fue la sorpresa y el susto mutuo. Los niños, de piel negrísima, casi azulada, mal vestidos y descalzos, quedaron encandilados ante la visión.
Ni un músculo de sus rostros se movía mientras los ojos se les iban agrandando hasta casi emular con aquella enorme luna llena, que insistía en no ocultarse rivalizando con el sol asomado ya entre las lomas.
Nunca habían visto a un hombre blanco.
Mucho menos una cámara fotográfica.
Es asombro, no miedo.
Había miedo, sí. Pero el conductor del vehículo, oriundo de aquella tierra, les explicó en lengua nativa quiénes eran los extraños y qué aires de humanidad los habían llevado hasta aquel punto, perdido en todos los planisferios.
Fue así que el temor y la cautela se trastocaron en confianza, en ese desenfado irreverente que da ser niño, y empezaron a aproximarse a los advenedizos. Un primero se atrevió a estirar la mano y tocarle el brazo al cubano más cercano para comprobar si aquella blancura pintaba.
Otro lo imitó y al final, en medio de una ingenua alegría, fiesta de descubrimiento, toda la muchachera les pasaba las manos por los brazos y las caras a los recién llegados para darse el regalo de conocer una piel distinta, para comprobar que los vellos de brazos y barbas –igualmente desconocidos para ellos - no hacían daño.
El fotógrafo, con el instinto casi congénito que siempre le acompañó, calibró al instante la magia de aquella escena irrepetible y comenzó a accionar a gran velocidad el obturador de su cámara, que había permanecido silenciada.
Escenas como esta, que médicos cubanos continúan protagonizando en muchas latitudes, se apuntan entre los mejores antídotos contra el desaliento.
El sonido como de ráfaga desarticuló el encanto.
Los niños sí que conocían el trepidar de armas de fuego, sobre todo de cazadores, y el dedo en el obturador quizás les hizo evocar otro dedo en un gatillo.
Como ante una voz de alarma, retrocedieron todos. El espanto sobrenadaba en las miradas.
Tuvo de nuevo que explicarles el chofer, hablarles con palabras fáciles sobre qué era aquel objeto sospechoso. Y el fotógrafo, para ayudar con las aclaraciones, les mostró la pequeña pantalla digital donde podían verse ellos mismos retratados, congeladas sus imágenes que ahora ilustran estas líneas.
Al descubrirse a sí mismos, las bocas se abrieron junto con los ojos. A la sorpresa siguió de nuevo la algazara, fiesta de la inocencia, de existir al margen -marginados- de adelantos y sutilezas occidentales.
Una niña de rostro serenamente bello, con una quietud de lago en las pupilas, se adelantó al grupo y también alzó los brazos. Pero no para rendirse como aquella otra niña siria, sino intentando acariciar la cámara. La había confundido quizás con alguna medicina milagrosa traída por los médicos cubanos para curarles del paludismo, de la malaria, del desamparo.
Nota: El suceso narrado ocurrió en las afueras de Wa, Ghana, en julio de 2001. El fotógrafo fue Ahmed Velázquez, fallecido en 2004, a los 39 años, en el esplendor de su ejercicio profesional. Los periodistas: Miguel Díaz y Armando Santana; el técnico de audio: José Luis Blanco.
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