El Narciso en la fuente nos recibe

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El Narciso en la fuente nos recibe
Fecha de publicación: 
12 Octubre 2011
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En la Sala Transitoria del Museo Nacional de Bellas Artes, el Narciso en la fuente nos recibe. Mientras nos acercamos temblorosos, como quien desciende siglos con cada paso, justo hasta el 1599, una pregunta late: ¿cómo es posible que el gran Caravaggio tuviera que esperar a 1920 para recibir honores?

Su Narciso, que no será acaso la cumbre de su arte, es prueba suficiente de altura. Las dos figuras que emergen de la sombra, una reflejo de la otra, pero independientes. El Narciso, niño curioso de pueblo, se asoma (olvidemos el mito) como de pasada en aquel lago; y un ser maduro quiere fingirse su imagen; llega a ser tan fuerte este reflejo en aguas espejadas, negras, muertas, que parece más vivo; nos da terror, desliza mientras observamos silenciosos su mano diestra hacia la del chico. El retrato parece hecho justo antes se lo termine de tragar.

Es la única obra de Caravaggio que nos ofrece la muestra, pero basta. La custodian esas otras que inspiró el artista a lo largo de Europa. Los llamados caravaggistas salieron de todas partes hacia Roma para aprender las formas de este pincel rebelde, barroco (sabemos hoy). Su violencia profana, sexual más que sensual, puede descubrirse también desde ellos.

La Magdalena desmayada es casi una provocación lasciva, la posición de sus manos, los objetos que la rodean, incluso la tela que cubre su vientre nos invitan a cruzar la pintura.

Si otros fueron pintores de la luz; el claroscuro de los caravaggistas parece salir de la sombra. Es ella la protagonista de la exposición, y termina sobrecogiéndonos ya sea a través de un sexo que por la tonalidad de las carnes coquetea con el límite de la necrofilia, o sea como en el caso del San Francisco de Asis (Carlos Saraceni, 1619) una mención explícita a la muerte.

Parece en este caso, como en el resto, que el santo ha dejado todo espacio terreno para internarse en las profundidades más dantescas de la tierra. Ese destello de ascensión que ofrecen sus ojos es más que divino sacrílego, epiléptico.

El Juan Bautista de Tommaso Salini es un efebo de baja clase, con carnes sucias, pútridas, pero sólidas. El homoerotismo no teme a las fronteras de un XVII aún católico, todavía obcecado y fanático. El propio Cristo resucitado desliza sobre la mirada pública (nunca púdica) carne de sus caderas femeninas que las sábanas no quieren tapar en Ecce homo. Baco y un bebedor son capturados justo antes de una bacanal vinolenta.

Y perdida casi entre todas las miradas oscuras atrapa en cuanto se cruza con la nuestra, esa de Artemisia Gentileschi, romana de rasgos romos que conoció a Caravaggio. Es la única pintora de la muestra, y la figura que parece más viva del otro lado del cuadro. Nos observa fija a los ojos. Quiere pintarnos, deshacer el rostro que ya tiene armado en su caballete. Lo hace con esa androginia desafiante que necesitaba una mujer en sus 1630 para salir de la sombra. Y en serio puede atravesar el polvo de muchas lluvias, de muchos años, de incontables personas y manos y silencios, para encontrar nuestras pupilas y perforarlas con su arrojo femenino y sensual y a la vez arrojo seco de artista curtido.

 

Vale llegarse a la Habana Vieja, entrar en el Museo de Arte Universal solo para encontrarse estos ojos que guarda un cuerpo rechoncho, echo sin lástimas ni idealismos, un cuerpo de naturalismo sagaz y provocador como el de su maestro Michelangelo Merisi, nuestro Caravaggio.

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