La Habana 500: Apretando y aflojando tuercas

La Habana 500: Apretando y aflojando tuercas
Fecha de publicación: 
13 Noviembre 2019
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En una mano lleva una jaba grande llena de paquetes de col molida, con el otro brazo va cargando a su hijita. Es joven, no llega a los 30.

Usa una camiseta naranja fosforescente y grelos. A mitad de cuadra se detiene, cambia de mano la jaba —se ve pesada— y se seca el sudor con un pañuelo rojo que le sobresale del bolsillo.

Apenas ha dado cinco pasos y se para otra vez. La niña quiere un marpacífico de los que asoman entre los arbustos de un jardín. Vuelve a colocar la jaba sobre la acera y le entrega con una sonrisa la flor a la niña. Es muy roja la flor, como el pañuelo.

Ese muchacho también es La Habana. A lo mejor sabe poco de las tres salas que van a inaugurar en el Capitolio, y también poco de cómo enchaparon con oro la cúpula de esa histórica edificación, pero, de todas formas, él también es La Habana.

Igual lo es aquella señora asomada al balcón mirando el mar, que lengüetea con desgano el muro del Malecón. Ella sí sabe del Capitolio, de emblemáticas estatuas de la ciudad, pero se le han ido olvidando las cosas con sus 76 años. La soledad la envuelve tan meticulosamente, que vive como en una crisálida de silencios. Solo los rompe la voz lejana de su hija, que, muy de vez en vez, le llega del otro lado de ese mar; ese mismo mar que, al restallar contra el diente de perro, le insiste en que sí, que aunque quizás ya ni se acuerde, ella también es La Habana.

A kilómetros de ese balcón, ahora mismo una muchacha está ennegreciéndose con otra capa de rímel las pestañas. Quizás sea demasiado maquillaje para ir al pre, pero no se da cuenta, o no le importa. Lo que sí le importa es lucir bonita, bien bonita, para que Yendri, el del 12A, acabe de decidirse.

Se mira con satisfacción las uñas de silicona, revisa el móvil, se ríe sola con un par de fotos que él subió a su Facebook, y se le queda mirando. Lo mira fijo, insistente, como aquella señora mira al mar. Pero en realidad, poco o nada le preocupa ese mar del Malecón. Ni se ha dado cuenta de que, casualmente hoy, esas aguas tienen un color parecido al de la saya de su uniforme. No le interesa demasiado, pero ella también es La Habana.

Aquel otro hombre también va uniformado, pero con el uniforme moteado de manchas de grasa; no le interesa que le encuentren siquiera interesante. Su problema es acabar de zafar la tuerca atorada, porque no lo deja avanzar. Y al final de la semana hay que entregar el equipo reparado, está en el plan por los 500 de La Habana; pero la dichosa tuerca no sale.

La mano ruda, también manchada de grasa, trata de girar la llave, empuja, durísimo. No, no fue imaginación ese movimiento de solo milímetros que sintió entre los metales. La tuerca giró, un cuarto de vuelta quizás, un tin, un mini tin, pero se movió.

El hombre se empeña todavía más, las venas de la mano parecen cuerdas de tanta tensión, los dientes apretados como si tuviera un dolor. Y la tuerca cede. No se rinde así de fácil, sino va girando como quien no quiere la cosa, con orgullo y desgano, pero irremediablemente.

La mano tiene que aplicar cada vez menos presión, la mandíbula y los hombros se relajan.

Pero La Habana todavía no se relaja, sigue aflojando y apretando tuercas de cara a su aniversario, que es también el del hombre con su uniforme de trabajo, de la muchacha con pestañas negrísimas, de la señora sola, del joven que carga a su hijita y le regala un marpacífico.

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