Una mirada a la serie Los gatos, las máscaras y las sombras
especiales

Aunque puede ser pronto para asumir un criterio totalizador de la serie que acapara la atención los domingos en el Canal de Todos —todavía quedan historias por ver o completar—, la propuesta dirigida por Elena Palacios va dejando una estela de sorpresa, para bien, por lo que muestra en pantalla.
La serie ha logrado algo de lo que el dramatizado cubano adolece en los últimos tiempos: evitar la necesidad de explicarlo todo. Aun cuando se reconoce que el extraverbal suele ser tan directo y muchas veces más eficaz que cualquier enunciado, esta contención en escenas que, por su gravedad, un texto de más convertiría en un panfleto, merece el primer aplauso. La tensión se genera, esencialmente, a partir de pequeños detalles en la fotografía y la edición, así como en el uso de la música, que se comporta como un personaje-narrador de la secuencia. Elegida con tino y calidad estética loable, la música incidental funge en ocasiones como eje anticipador o agente catalizador de la historia.
Los actores, unos más logrados que otros, han mantenido una línea de mesura que el televidente agradece, pues contribuye a generar la tensión de manera genuina. Los guiños intertextuales a nivel audiovisual también se agradecen. Creo que, hasta el momento, el más logrado es la escena final del relato Amelia, interesante protagonista que encarna a la mulata pareja del viejo extranjero. Decidida a abandonar a su compañero, el remedo de la escena final del clásico Retrato de Teresa aparece en el desenlace de Amelia: la primera, confundiéndose entre la gente, se convierte en esta joven vestida no como trabajadora, sino como libre dueña de su cuerpo, su gestualidad y su destino, esbozando una sonrisa símbolo de fortaleza.
Los textos, en algunos casos con mayor búsqueda literaria y en otros más pegados a la absoluta conversacionalidad —siempre acordes a las características de los protagonistas—, toman un curso y un tempo narrativo que concilian el diálogo con el televidente de manera efectiva. Abundan las interrogantes más que las respuestas, prevalecen los textos enunciativos porque se trata de mostrar de manera descarnada los interiores de las personas, especialmente de las féminas en conflicto. Sin embargo, hay que destacar que la serie ha logrado que, protagonistas o no, todos los personajes transiten por esa estrecha zona de pesar que es el conflicto en sí mismo.
Asumir la belleza en el tratamiento fotográfico sería un aspecto a analizar de manera independiente, tal vez en alguna entrevista con la especialista, porque imponer belleza cuando se trata de situaciones tan perversamente difíciles resulta un riesgo. El cuidadoso tratamiento de las transgresiones y las relaciones tempo-espaciales se une al atinado trabajo de la luz y el color, aunque en ocasiones, en pos de intensificar los momentos más desgarradores, la imagen se borra de tal modo que, aun con el propósito de acentuar lo dramático, se pierde un tanto el “cómo” de la acción. Sin recurrir al morbo, este “cómo” puede ser tan importante como el “qué”. A pesar de ello, la sinergia entre los elementos conceptuales y formales ha logrado, con bastante éxito, una lectura eficaz de las historias.
Es difícil pensar en todo el entramado dramatúrgico de una propuesta como esta, que a nivel visual transmite un conjunto de importantes matices. Resulta oportuno agradecer a Elena Palacios, por no mirar hacia otro lado cuando se trata de reflejar el sentir de otras féminas, y aún mejor, por hacerlo junto a un hombre —Roque Moreno, en la dirección de actores—, a la hora de mostrar, incluso desde lo oscuro, cómo jóvenes, adolescentes, abuelas y transexuales logran sacar fuerzas renovadoras para seguir luchando.
Añadir nuevo comentario