Estela Rodríguez: El adiós nunca deseado a una extraclase del judo y la vida
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Me resisto a creerlo, tardé en procesar la tristísima noticia. Se apagó la sonrisa de Estela Rodríguez, a sus 54 años, cuando aún tenía tanto ejemplo que impregnarles a las nuevas generaciones de judocas y de cubanos.
Sí, porque Estela no puede calificarse de otra manera como una estelar dentro y fuera de los tatamis, como un halo de luz infinito que muchos, en este y cualquier tiempo debiéramos seguir si de ser mejores personas se trata. La vida nos juega una mala pasada y nos asesta un ippon del cual al menos a mí, y sé que a muchos otros también, nos costará reponernos.
Y no hablo de su calidad, fortaleza inusitada, anatomía imponente, que la hicieron convertirse en la primera reina universal del judo femenino cubano (Belgrado 1989), tampoco de ese empuje que la condujo a emerger doble subcampeona olímpica (Barcelona 1992 y Atlanta 1996); y de una hoja de servicios pródiga en títulos y podios a nivel continental y global… hablo del ser jaranero, de esa apasionada del deporte en todo momento, de la cubana orgullosa con el rincón de preseas y trofeos en su casa de la zona 1 de Alamar, de la que lo mismo bailaba una salsa con un tumbao característico que defendía a capa y espada cualquier criterio, incluso extradeportivo.
A estela tuve el inmenso privilegio de conocerla en su nicho de Alamar. La primera vez que mi amiga Liliam Marrero y sus padres me dijeron que era la vecina de al lado, ya el bichito del periodismo deportivo me había picado, y el brillo en mis ojos me delató. En lo adelante, siempre busqué coincidir con ella en mis visitas a la zona 1, a las casitas de los rusos.
Descubrirla en casa era bien sencillo, ya fuere por su voz, tan imponente como su figura y agarres en los kumis siempre la delataba desde el portal o incluso hacia el interior de la casa, o porque buena parte de su cuerpo sobrepasaba la altura límite de la cerca que dividía su casa con la de Lily, y siempre estaban intercambiando o bonchando, como buenos vecinos y cubanos. ¡Marrero échale agua a la sopa que voy para allá! ¡Con ese olor voy a brincar la cerca! ¡Arelys prende el televisor que voy a salir!
Eso y muchas otras alertas, que lógicamente despertaban mi curiosidad periodística, aderezada con profunda admiración. También recuerdo algún que otro regaño fuerte a sus hijos varones que por aquel entonces criaban palomas y se la pasaban en el techo…
Así dialogamos en varias oportunidades, en su casa y en la de Lily, conversaciones que recuerdo con profundo nivel de detalle y sumo placer. Desde la primera incluso, bromeó conmigo diciéndome que en la próxima visita viniera serio y preparado para entrevistar a una campeona. Luego me puso su mano en mi hombro, sentí el peso de un edificio, y entre las preguntas ingenuas de un periodista en ciernes estuvo la de cual pie calzaba… es que lo veía tan grande entonces…
En lo adelante siempre que visité Alamar buscaba un pie forzado para compartir con ella unos minutos. Su sonrisa, la fraseología de cubana total, las enseñanzas para la vida, el ser una persona buena y campechana, son cuestiones que cargo en mi alforja del buen proceder siempre.
En tiempos en los que se necesitan millones de Estelas multiplicadas, que seamos capaces de seguir la ruta de vida y ejemplo que nos dejó, duele, y mucho, no haber podido disfrutar de una última sonrisa, de esa alma santiaguera y cubana que nos regaló tanto, de poder estar al otro lado de la cerca con ojos y oídos expectantes a la menor señal de su presencia…
Porque Estela Rodríguez se ganó mi cariño desde antes de conocernos, desde que la vi con sus trenzas en los tatamis de la Ciudad Condal, desde aquel pisotón inocente y ese brazo peso pesado sobre mi hombro. Estas líneas no son capaces de captarlo todo, pero constituyen mi adiós. Espero nos siga regalando luz en los tatamis del Edén, y sonriéndonos entre los ángeles.
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