DE LA HISTORIA DEPORTIVA: Y luego dicen que Dundé es un tonto

DE LA HISTORIA DEPORTIVA: Y luego dicen que Dundé es un tonto
Fecha de publicación: 
21 Julio 2022
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Aquel muchacho algo gordito y de baja estatura era bueno en la pelota a la mano, confeccionada con cajetillas de cigarros o de goma, en el pasaje O’Giquel, de Cayo Hueso, del hoy municipio centrohabanero. Le llamaban Dundé. No sé si era su nombre, jamás conocí sus apellidos. También había inventado una especie de cancha con varias paredes del final del sitio, y horas se pasaba actuando allí mientras quizás se soñaba en algún club exclusivo que jamás pisaría en esa etapa por el color de su piel.

Algunos lo tildaban de tonto para rematar algo del desprecio con que lo mordían. Un truco que algunos mayores hacían sobre él corroboraba la dura opinión; varias veces al día le mostraban delante de la gente algunas monedas en la palma de la mano: pesetas, reales, la de cinco centavos de valor. «Escoge la que prefieras y quédate con ella», le decían, más o menos. Él siempre agarraba el níquel; así se nombraba comúnmente a la de cinco quilos. Mientras el muchacho guardaba su presa en uno de los bolsillos de su pantalón, estallaba la risotada.

Cerca de la hora del almuerzo, antes de ir hacia mi hogar de Neptuno 811 para hacer los honores a la mesa, y él se comía una frita para mitigar el apetito después de finalizar una de las calientes tandas beisboleras, quise aleccionarlo sobre la pesada bromita.

«¿Tú no sabes el valor de las monedas...? No hagas más el ridículo. Coge la grande, la peseta, es la que vale más...» Ni siquiera sonrió: la sonrisa la llevaba por dentro, más bien las carcajadas, y lo demostró con su respuesta al confiar en mí y conducirme a la verdad:

«¿Tú ves esta fritanga? Me la jamo gracias a los dos nicasios que agarré de la mano de Ovidio, el barbero, y me queda otro par porque hice lo mismo con el bodeguero Menéndez».

«Me das la razón: si cogías las pesetas, tendrías cuarenta quilambios». Entonces sí soltó la risa antes de confesarme: «¿Tú quieres que se me caiga ese negocio? En cuanto empiece a quedarme con las pecuñas, se les acabó la bromita, la gracia, y más nunca me hacen el jueguito. Deja que sigan... Vamos a ver si esta tarde tumbo a dos o tres más de esos jodedores. Y tú no se lo digas a nadie porque se me termina esa fiestecita».

Y luego dicen que Dundé es un tonto…

En una ocasión me brindó sus criterios sobre el caso de Eddy, un inicialista de valía en el territorio, varios años mayor que nosotros, quien fue a buscar futuro a Estados Unidos. Ya se veía en las Grandes Ligas; sus sueños eran miopes: terminó de camarero en un restaurante. Sacaba su plata, aunque él quería más, sobre todo regresar como triunfador para acá, incluso con un carro. Era un bicho... Y se las ingenió, según nos narró a su retorno, mientras limpiaba su convertible.

Había observado que las losas del piso que debía recorrer para llevar los platos y vasos estaban mal puestas. Una tarde llevó a cabo la caída planeada. Golpes y sus huellas en varias partes del cuerpo, sin que se salvara la cara, y lo peor: la fractura bastante complicada de su pierna derecha. El seguro. El pago. El auto. Retornó fracasado en la pelota, pero con mi pupú, como le decía. Otra vez Dundé se franqueó conmigo al intercambiar sobre el tema.

«Tal vez sacó la plata de esa manera o vaya a saber usted... Si fue así, ¡qué estupidez! La salud vale más que todo el dinero del mundo. Lástima me da: lo he visto jugar a la pelota de nuevo y cambiar las paturrias en primera se le ha puesto difícil. Antes volvía los sencillos en tubeyes; ahora, por culpa de esa pierna, convierte los viandazos entre dos en jilitos. No es el mismo para su gran amor, y si se pierden condiciones, ¿cuántas veces el gran amor se escapa?»

Antes de irse a practicar en su cancha improvisada, concluye: «Eddy cambió la vaca por una... gallina. El convertible algún día será chatarra, y la pelota le ha cerrado la puerta o él mismo se la cerró».

Y luego dicen que Dundé es un tonto.

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