Su nombre resuena, su pintura fue precedente de la vanguardia. Lo recordamos por el manejo del color por sus tonos a veces planos, intensos y contrastados, por sus formas libres de convencionalismos y las líneas en los contornos. Paul Gauguin (Francia, 1848-1903) nunca llegó a saber el impacto de su obra para las generaciones posteriores y la historia del arte, ni el elevado valor de sus obras que serían consideradas imprescindibles, clásicas y disputadas por coleccionistas y grandes museos del mundo.

De acuerdo con la crítica, fue innovador y revolucionario porque en su afán por la experimentación y destacar de lo tradicional, creó un nuevo lenguaje, y eso es lo que lo hizo único. En ese camino buscando su estilo nos dejó piezas de gran belleza y con diversidad de técnicas. De tal modo podemos encontrar pinturas de Gauguin que van desde el impresionismo, el postimpresionismo, el sintetismo y el simbolismo.

Su vida no fue fácil porque como casi siempre sucede, los caminos del arte son diversos y pocas veces lineales. Gauguin incursionó en más de un oficio hasta que aceptó la llamada de la creación. No obstante de lo talentoso que nos resulta, pasó necesidad económica y murió enfermo de los vicios sin haber sido apreciado como lo hacemos hoy. Fue casi nómada y ermitaño por temporadas.

El arte moderno le debe muchísimo, no por gusto se considera una de las figuras más importantes de su época. Le interesó el mundo de las emociones, la relación con la naturaleza, lo sobrenatural, lo místico, el folklore y el arte popular.

Suzanne cosiendo, 1880
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