Fogoso homenaje

Fogoso homenaje
Fecha de publicación: 
13 Noviembre 2016
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A todos, un fogoso abrazo y llamaradas de agradecimiento por tantas vidas y bienes salvados.

Buena parte de los habitantes de La Habana colonial ya dormía. Lla noche se anunciaba fresca y apacible aquel 17 de mayo de 1890. Pero pasadas las 10:30 al sereno que hacía su ronda, en las cercanías de Mercaderes y Lamparilla le asaltó un olor raro.

No cabían dudas, olía a quemado.

Después, todo fue un torbellino en que los relojes parecieron dislocarse y con ellos, una buena parte de la ciudad: repicaban las campanas de la iglesia, los silbatos de la policía aguijoneaban sin cesar, se escuchaban gritos, avisos y el repicar contra los adoquines de muchos pasos que corrían.

De fondo a tan espeluznante sinfonía, el rugido de las llamas creciendo. La Ferretería Isasi ardía.

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No se hizo esperar la llamada telefónica al número 233 que movilizó al Cuerpo de Bomberos Voluntarios, integrado por jóvenes del comercio  y por tanto conocido popularmente como los Bomberos del Comercio. Desde su cuartel en la calle San Ignacio, tardaron solo minutos en personarse en el lugar con sus bombas de vapor tiradas por caballos.
Casi a la par arribaron también los Bomberos Municipales, Cuerpo de Honrados Obreros y Bomberos de La Habana era su nombre oficial. Ambas fuerzas juntaron hombros intentando aplacar aquel pandemónium, que luego fuera identificado como el mayor desastre de la época.

 En él perdieron la vida treinta y nueve personas, de ellas veintiocho bomberos de La Habana, “veintiocho héroes que merecen figurar en el número de sus preclaros hijos”, consigna en sus ya amarillentas páginas del 9 de abril de 1894 la publicación periódica barcelonesa La Ilustración Artística.

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Mientras abnegados bomberos dejaban su vida entre las llamas, el dueño de la afamada ferretería, Don Juan Isasi, daba muestras de ser el más perfecto miserable ocultándose en las oscuridades de la ciudad por saberse culpable.
Solo a la una de la mañana del siguiente día, domingo, se le pudo ver el rostro cuando la policía lo apresó en la calle Mercaderes. Fue llevado ante el Juez de guardia y a este respondió  enfáticamente que en su establecimiento no se almacenaba ninguna sustancia explosiva.

La pregunta venía al caso porque una explosión de inmensas proporciones ocurrida en el interior del local en llamas fue precisamente la causante de tanta tragedia, que pudo haberse evitado si el dueño hubiera alertado que la ferretería era casi un polvorín.

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En contraste con el artero silencio inicial y luego con la desparpajada mentira de Don Isasi, los peritos que evaluaron el incendio apenas tardaron en confirmar que allí se almacenaban grandes cantidades de dinamita, causantes de la explosión asesina.

Sin vergüenza ni remordimiento alguno, el señor Isasi luego de  mentir sobre los explosivos, refirió al juez que “casualmente”, en horas de la mañana del mismo sábado del siniestro, había asegurado su ferretería por una suma de 20 mil pesos oro porque a media noche del domingo expiraría la póliza.

Solidaridad nacional en el dolor

“El fuego se convirtió en un desastre que provocó una cuestación pública, un sentimiento nacional de solidaridad.", sentenció el historiador de la ciudad, Eusebio Leal, a propósito de aquel suceso.

Sobradas razones le acompañaban para tal afirmación porque aquella desgracia, que arrebató la vida no solo a bomberos, también a policías, marinos y transeúntes que ayudaban a sofocar las llamas, promovió una consternación nacional.

La capital se vistió de luto y la peregrinación que acompañó al entierro, acontecido el domingo 18, aseguran que fue multitudinaria.

Y hasta nuestros días ha llegado una prueba del dolor y que perpetúa el homenaje rendido a aquellos valientes: el Monumento a los Bomberos Caídos, erigido en el Cementerio de Colón, y que fuera develado el 24 de julio de 1897 en una ceremonia a la que asistieron diez mil personas.

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Ubicado en la calle central de la necrópolis, es el panteón más alto allí levantado. Su costo, de 65 mil pesos en oro, fue sufragado a partir de una suscripción popular abierta por el Diario de la Marina, por donaciones y por los fondos asignados por el Ayuntamiento de La Habana.

Obra del escultor Agustín Querol y del arquitecto Julio Zapata, el monumento  está esculpido en mármol y lo corona un Ángel de la Fe, de seis metros e impresionante belleza,  que sostiene  en sus brazos el cuerpo de un bombero bajo la cruz.

En una de las inscripciones del túmulo funerario puede leerse: “El pueblo de La Habana llora su noble sacrificio, bendice su abnegación heroica y agradecido les dedica este monumento para guardar sus cenizas y perpetuar su memoria.”
Diario y anónimo sacrificio.

Aunque, por sus dimensiones, este monumento es el más visible homenaje rendido a los bomberos, no es ni con menos el único ni el mayor.

Porque a pesar de que han transcurrido los años y la actual preparación y la técnica empleada hoy por estas fuerzas nada tiene que ver con aquellas bombas tiradas por caballos, la entereza y el arrojo de los bomberos de estos días sigue ando el agradecimiento y la admiración del pueblo.

Fui testigo de ese homenaje cotidiano cuando, tiempo atrás, en la cuadra donde vivía, una vivienda se incendió. Al regresar  yo del trabajo esa noche, ya los bomberos actuaban de una manera rápida y eficaz para sofocar las llamas que asomaban desde aquel primer piso.

Junto a los vecinos y aguantando la respiración por el asombro y la tensión, seguí con la mirada a un bombero en específico que subió al techo y penetró por una ventana. Recortada contra el resplandor naranja y el humo, se veía a su delgada figura escalar con agilidad y destreza, concentrado como si el mundo todo fuera esa ventana y él debiera salvarlo.

Una vez apagado el fuego, busqué entre el numeroso grupo de vecinos, curiosos y bomberos, a aquel que había visto ascender de manera tan profesional. Lo localicé con la mirada cuando salía junto a los últimos colegas de la vivienda siniestrada.

Hacia él me encaminé dispuesta a entrevistarlo, a conocer qué historia de vida alentaba tras aquel traje oscuro.  En medio de la noche cerrada, no divisaba con claridad su rostro bajo el casco y ni una palabra pude arrancarle. Solo negaba una y otra vez con la cabeza. Mi insistencia, mis explicaciones y ruegos,  no le hicieron ceder.

Frustrada, le vi alejarse rumbo al carro. Solo justo antes de poner el pie en el estribo, se quitó el casco y pasó sus manos por la cabeza. Una abundante cabellera se le desparramó en desorden sobre los hombros. Era una muchacha.
Aunque ni siquiera quiso decirme cómo se llamaba, en ese momento lo supe. Su nombre era Valentía.

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Quizás en este instante algunas como ella y otros como ellos, andan escalando una ventana para enfrentarse a las llamas y salvar a una familia. Quizás ahora mismo están recibiendo, como aquella vez, el aplauso de los vecinos, el abrazo agradecido y entre lágrimas de quien fue rescatado, lo mismo de las llamas, que del mar, de un elevador o de una azotea.

Un aplauso, un abrazo agradecido, pueden ser también de los mejores monumentos.

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