DE CUBA, SU GENTE: El don de la ubicuidad (I)

DE CUBA, SU GENTE: El don de la ubicuidad (I)
Fecha de publicación: 
8 Junio 2016
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Lo más que puedo hacer para tener la sensación de estar en varios sitios a la vez es desplazarme rápido de un sitio a otro.

Por eso cuando quiero mimarme, realmente mimarme, me desplazo —en taxi— a altas velocidades por toda la ciudad. No porque tenga que ir a un sitio en específico. No porque me estén esperando o tenga que hacer una gestión particular; por el placer de desandar caminos y encontrarme con distintas realidades, a menudo contradictorias.

Hoy, por ejemplo, amanecí en el hospital Maternidad de Línea, en el Vedado. Una amiga mía estaba embarazada de cuatro meses, tres semanas y dos días. A esa altura del embarazo no se aceptan interrupciones, pero mi amiga —que es adicta al cine— vio hace poco una película rumana donde la protagonista pagaba por una interrupción de un embarazo muy avanzado. Dice que, en la película, el médico que había aceptado correr el riesgo no cobró dinero, sino que exigió, como compensación por el riesgo, acostarse con la protagonista y su mejor amiga.  

Yo, que me acuerdo de esa cinta, e incluso del Festival de Cine Latinoamericano en el que la pusieron, le doy un pequeño discurso, antes de que entre al salón, sobre los que —imagino— son los peligros de un legrado.

Pero mi amiga está decidida. Y el médico de guardia que la atiende, quién sabe si por el dinero o por el reto profesional —démosle el beneficio de la duda—, acuesta a mi amiga en una camilla y le asegura que todo va a salir bien.

Cuando traen, después de la interrupción del embarazo, a mi amiga desnuda con un algodón entre las piernas, y la tiran en la cama como si de un saco de papas se tratase, ya yo tengo alquilado un taxi. En cuanto ella despierta, la llevo a su casa con su esposo y su hijo. Espero que el esposo sepa cómo atenderla.

Pensando en el don de la ubicuidad, hoy aproveché que ya había alquilado un taxi y me autorregalé, después de haber dejado a mi amiga en su casa, lo que para mí significa saltar de una realidad a otra, con su consecuente sabor adictivo: me fui a un seminario de masaje shiatsu que estaban dando en Playa. Cuando llegué, el profesor, que según él mismo vino desde Argentina hasta Cuba solo para dar el seminario, explicaba el por qué todos debíamos desnudarnos —literalmente— para recibir el seminario. Algo que ver con el hecho de estar emocionalmente abiertos y desprejuiciados. Algo que ver con el hecho de que al polvo vinimos y hacia el polvo vamos y que todos tenemos el mismo cuerpo.

—Pero algunos —señaló el taxista, que se había bajado conmigo— lo tienen mejor que otros.

El maestro de shiatsu cuestionó al taxista con una mirada de «Dios mío, qué superficialidad» y nos pidió que, si no nos íbamos a desnudar en cuerpo y alma, dejáramos la sala.

Antes de irnos, uno de sus discípulos —según él mismo, uno de los más aventajados— nos acompañó a la puerta y nos solicitó, suavemente, que no nos sintiéramos mal por no estar suficientemente desprejuiciados en la vida como para quitarnos la ropa.

 

(Continúa la próxima semana)

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