Chico Buarque encabeza acto contra el golpe
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Poco después de las seis de la tarde de ayer, coincidiendo –poco más o menos– con la votación en Brasilia para iniciar el juicio político que tiene por objetivo destituir a una presidenta que llegó al cargo amparada por casi 55 millones de votos, a unos mil 200 kilómetros de distancia, en Río de Janeiro, hubo un acto convocado por artistas e intelectuales en defensa de la democracia. La casi totalidad de ese sector, pese a incluir a muchos y contundentes críticos del gobierno de Dilma Rousseff, se opone al golpe institucional. Chico Buarque es uno de los cinco convocantes.
Fue anunciada la presencia Luiz Inacio Lula da Silva, pero la mayor expectativa, tan esperada como la del ex presidente, estaba vinculada al compositor y escritor Chico Buarque, quien no milita en ningún partido político, jamás ha ocupado un cargo público y es una especie de leyenda artística.
Él conoce el peso de su presencia y de su voz. Pero no se siente confortable con esa responsabilidad. No la rehúye, pero tampoco la disfruta.
Chico Buarque –por cierto, en portugués Chico es el hipocorístico de Francisco, algo así como Pancho o Paco en castellano– pertenece a una generación única de la música popular brasileña. Surgida entre 1965 y 1967, esa pléyade incluye nombres como Edu Lobo, Caetano Veloso, Gilberto Gil, Milton Nascimento y Marcos Valle, entre otros, la cual se transformó en fenómeno sin precedente, y hasta ahora sin continuadores.
A lo largo del tiempo Chico Buarque ha logrado sedimentar un espacio único, consolidándose como un ícono. Luego de una muy exitosa carrera de compositor y cantante, se lanzó como novelista, cautivando a un público numeroso y obteniendo el aplauso de la crítica más calificada, temida y exigente.
Desde hace varios años –más de 15– sus apariciones en el escenario han sido esporádicas. Explica su heterodoxa rutina: compone los temas de un álbum, sale de gira por el país y luego deja la guitarra en un rincón de su estudio. Entonces, duerme el compositor y despierta el escritor, se zambulle apasionadamente en la escritura y puede tardar dos o tres años buscando la palabra exacta, puliendo cada frase, construyendo su musicalidad y buscando la precisión. Ese esmero, esa parsimonia destinada a preservar su vida personal tuvieron, al fin y al cabo, el resultado inverso al esperado. Los esfuerzos de Chico Buarque por pasar desapercibido hicieron que cada aparición suya se transforme en un acontecimiento conmocionante.
Cuando la redemocratización de Brasil, en 1985, Chico optó por alejarse de los reflectores. Como si hubiera dicho: "Bueno, todos queríamos democracia. Ahora la tenemos. Vuelvo a mis oficios, ya no soy necesario".
Fue vano ese intento. Las sutiles y precisas palabras que con poética ironía salpicaron la memoria de quienes vivieron bajo la dictadura permanecen en la memoria colectiva y llegaron a las generaciones siguientes como crónica y testimonio de ese tiempo.
Aun con sus 72 años de vida ha sabido preservar un puñado de características que hicieron de él un ídolo resistente al tiempo. Acompaña, asombrado, las turbulencias de la política. Considera que ahora es necesario emprender la intransigente defensa, más que del gobierno de Dilma Rousseff, de algo que le faltó a la sociedad brasileña durante dos décadas y media: la democracia.
Sus apariciones públicas en apoyo a partidos de izquierda, especialmente el PT, son comprensibles por diversas razones. Primero, por su propia trayectoria personal: fue acallado por la censura, perseguido por la dictadura, llevado un sinfín de veces a declarar en los sótanos de la represión feroz.
Pero también por su formación familiar. Su padre, Sergio Buarque de Hollanda, fue uno de los historiadores más decisivos e influyentes de Brasil. Tenía una sólida formación de izquierda. Chico creció rodeado de miles de libros y profundos compromisos sociales. Y aunque a él no le gusta nada esa definición, es coherente con su propia historia.
Aunque su casa está en el noveno y último piso de un edificio enclavado en una colina del barrio de Leblon, en Río de Janeiro, zona de privilegiados, él sabe muy bien que la vida real no trascurre allí. La vida y la realidad son otra cosa, están alejadas, situadas en los verdaderos escenarios de la injusticia social, de las diferencias abisales en este país de desiguales.
Sabe todo eso y sabe también que dispone de una arma única para rebelarse contra eso: la palabra... escrita o cantada.
Detesta que lo identifiquen como un artista político. Pero detesta aún con más fuerza la realidad de un país injusto, al que hay que cambiar.
Anda por ese camino con la determinación que corresponde. Por eso estuvo ayer en el acto que reunió a miles de personas en un auditorio y que fue transmitido en pantallas gigantes a la plaza pública.
Quizá hubiera preferido estar en otro sitio. Pero sabe bien la responsabilidad que le corresponde.
Hay un golpe en marcha y, para él, es necesario y urgente hacer la defensa intransigente de la democracia. "Golpe, otra vez, no", dijo recordando el asalto al poder en 1964; lo interesante es que la gente que entonces no había nacido ahora lo repite.
Al menos por el momento, las nuevas canciones que quieren nacer luego del libro más reciente pueden esperar. El país no.
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