Trampas de fin de año: Tirar la casa por la ventana
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—Si yo tuviera —murmuró el Principito— 53 minutos para gastar, iría dulcemente hacia una fuente.
Así respondió el Pequeño Príncipe al comerciante que pretendía venderle unas píldoras que, por aplacar la sed, ahorraban 53 minutos semanales a quien las tomaba.
Pero una conocida me respondió que como andaba corta de tiempo con tanto ajetreo por los preparativos de fin de año, prefería, en vez de hervir el agua, comprarla en la shopping.
No le alcanza el tiempo, dice, porque “la cena que voy a preparar va a hacer historia, y estoy en el corre-corre comprando las cosas. Hasta los regalos por el Día de Reyes ya estoy luchando. Voy a botar la casa por la ventana, mi familia se lo merece, y yo también, que mucho he trabajado este año”.
Quien busque entregar amor a la familia y a uno mismo gastando y comprando cosas por fin de año, creo que está perdí’o. Ese no podrá encontrar la fuente del Principito ni aunque la tenga frente a su casa.
Parece algo sabido. Pero veo algunas gentes como locas comprando y comprando, corriendo de allá para acá con jabas y más jabas. Y si el tomate está a 18 pesos la libra, no importa, van y lo compran; y el turrón no puede faltar, aunque cueste el equivalente a más de 80 pesos.
Algunas de esas personas que veo así agitadas no tienen garantizadas en casa necesidades de primer orden y tampoco el suficiente dinerito —casi nadie lo tiene— para enfrentarlas; pero igual caen en la trampa del fin de año y piden prestado, venden no sé qué, para garantizar ese día, ese único día de cena, arbolito y luces.
Otros, los menos, con las billeteras algo más abultadas, no viven las angustias de los primeros, que andan inventando y machucándose. Pero también corren, o ponen a correr a un tercero para ellos. Igual quieren botar la casa por la ventana. De este grupo, hay quienes lo hacen también pretendiendo homologar cosas con amor, armonía, placer. Y están aquellos que compran hasta la contrapelusa que anden vendiendo para mostrar a todos que ellos sí pueden.
El derroche y los excesos para evidenciar un estatus. Es un trillo donde suelen ir de la mano consumismo y mal gusto. Es entonces cuando te tropiezas con esos lugares donde hemorragias de lucecitas, guirnaldas y farolitos casi estrangulan a gigantescos Santa Claus inflables; donde gigantescos arbolitos de navidad cierran el paso, y casi patinas con la poliespuma imitando nieve, mientras rojos gorritos de navidad con pompones derriten cabezas y pensamientos en medio de las temperaturas desérticas de este diciembre.
Nada tengo en contra de las despedidas de año, y mucho menos del desborde de amores y cariños que acontece el 31. Es lindo reunirse con toda la familia —a veces tan vapuleada y desunida por la cotidianidad—, valen preparativos y esfuerzos para que las cosas queden bien esa noche de deseos y agua tirada por las ventanas. Sin embargo, creo que lo esencial —preguntarle al Principito— queda lejos del tamaño del pernil, de la cantidad de bebidas, uvas o turrones.
No digo que sea la mayoría la que anda enredada en esas telarañas, la que ha caído en tales trampas. Pero de que los hay, los hay. Y me duelen.
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