DEL FESTIVAL: El Diablo en tierra de hombres

DEL FESTIVAL: El Diablo en tierra de hombres
Fecha de publicación: 
6 Diciembre 2011
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Mientras despega, algo de El infierno no termina de convencernos. El paso lento del comienzo quizás. Las situaciones que enfrenta el protagonista son ciertamente enfáticas. Sus parlamentos intentan explicar lo que ocurre al espectador, de por sí bastante claro; tratan de hacer discursos cuando el silencio basta.

Pero esto sucede solo al despegue, con el tiempo aceptamos los códigos de la película, porque comprendemos que su director, Luis Estrada, nos lleva rumbo a una visión compleja del crimen en México; una visión pesimista, muy pesimista, donde no hay blancos sino total oscuridad, pero a fin de cuentas una visión franca y convincente.

En ese infierno que busca dibujarnos, un infierno en el sentido más estricto de la palabra, Estrada arranca desde el mismo comienzo la única esperanza que pueden tener sus habitantes: huir, partir. El protagonista regresa de Estados Unidos en las primeras escenas, donde intuimos —él no cuenta para alimentar su prestigio y el sueño ajeno— que no le fue bien.

Después de 20 años de perderse en tierra norteamericana sin dar señas, descubre que su hermano menor ha muerto, que sus amigos han muerto, que casi todos han muerto, que se han matado unos a otros por culpa del narcotráfico. Descubrimos nosotros que todos allí viven muertos también, sin otra opción que sumarse a la mafia o a la más polvorosa miseria.

No han policía, ni autoridad política, ni ser humano en aquel sitio que cumpla la Ley. El infierno cuenta con su propia mitología de personajes mexicanos, desde el retórico de tribunas hasta el jefe de la mafia y su mujer y su hijo.

Cada uno de ellos esconde la filosofía y las estrategias de supervivencia de una “especie” de criminal. La miseria terminan haciendo estragos incluso en el corazón de una madre, que no duda en despojar a su hijo de cuanto tiene de valioso mientras le aconseja que se salga de ese grupo de matones en que se encuentra.

El infierno, con ese lente de tinieblas, analiza cómo se dan en aquel contexto cada una de las categorías de lo social: la maternidad (ya decíamos), el amor, la amistad. No hay, por ejemplo, grandes reparos éticos en cohabitar con una prostituta... como no lo hay en matar sobrinos.

La fotografía se ocupa de retratar todo aquello que tiene de polvoroso, de seco y árido aquella región. Las casas, la de la infancia pobre del protagonista, parecen disolverse en un abismo desértico, inmenso. No hay siquiera concepto de pueblo, de hogares unos al lado del otro; y esta ruptura, esta llegadas y salidas de viviendas hundidas en medio de la nada nos recuerda la idea de infierno, de una geografía sin nortes ni sur, alienada.

La música, folclórica, con su letra, y sus repeticiones constantes de México y su gentilicio, convierte todo aquel disparate social en un asunto de país. Es esa la idea, ¿no?

Luis Estada asocia también al mexicano con un rechazo hacia el Norte, al que responsabilizan casi todos los personajes de la miseria en que viven. Comercian con él, pero con el corazón bañado en odio.

Repudian por tanto —y lo deja bien claro uno de los personajes— la política de sumisión presidencial hacia Estados Unidos.

En un parlamento de lucidez espeluznante, uno de los mejores matones del pueblo llega a confesar, mientras presenta su familia a un amigo, que si hubiera otra forma de progresar en aquel sitio ya la habría probado, pero la vida no le dejaba otra opción.

Son las palabras que explican El infierno de manera sucinta, y esas palabras graves desembocan en una catarsis del protagonista (y de los realizadores), en una masacre, un barrido de figuras, que resulta a fin de cuentas inútil; porque siempre habrá carne para sustituir una baja —como en la tierra del diablo— hasta el último de los días.

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