¡Hasta siempre!

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¡Hasta siempre!
Fecha de publicación: 
31 Diciembre 2013
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El ciclo eterno —nacer y morir— nos hizo lamentar en el 2013 el fallecimiento de importantes creadores de la cultura cubana. Muchos de ellos fueron figuras cimeras de sus respectivos artes en el país.

En mayo despedimos a uno de los puntales del nuevo cine cubano: Alfredo Guevara. Dedicó buena parte de su vida a la consolidación de una cinematografía bien singular, fiel a la historia y a los desafíos de un país y región pujantes, lejos de los vicios del cine más convencional.

Pero además de su itinerario en el ámbito fílmico, Guevara era uno de los intelectuales más respetados en Cuba, de formación sólida y opiniones siempre atendibles. Siempre fue voz rotunda en polémicas culturales, a lo largo de más de medio siglo de Revolución.

Nació el último día de 1925, y desde muy joven se vinculó con el medio artístico. Fue uno de los fundadores de la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, aglutinadora de la vanguardia progresista del arte cubano en la primera república.
Director teatral, también participó en la génesis de otra de los hitos de la cultura cubana: Teatro Estudio.

 

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Como tantos otros jóvenes artistas, Guevara cruzó el Atlántico a nutrirse de los aires renovadores del cine europeo (llegó a ser asistente de dirección del gran Luis Buñuel). Antes había sido uno de los creadores del documental El Mégano, que hoy está considerado un antecedente del nuevo cine cubano.

Amigo y compañero de luchadores contra la dictadura batistiana, se encargó de una tarea titánica al triunfo de la Revolución Cubana: la fundación y organización del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográfica (ICAIC), simiente del nuevo cine.

La historia del ICAIC no puede ser contada sin él. Presidió la institución en años difíciles, de apredizaje y consolidación hasta cierto punto traumáticos. Bajo su dirección, el ICAIC se convirtió en paradigma del arte comprometido, revolucionario en sus manifestaciones formales y en sus postulados conceptuales.

Fue además fundador de la Cinemateca de Cuba, del Noticiero ICAIC Latinoamericano, la revista Cine Cubano, el Grupo de experimentación Sonora del ICAIC... Promovió también el movimiento plástico que renovó el diseño del cartel cinematográfico en Cuba.

Alfredo Guevara fue uno de los hombres de la Revolución en la cultura. Durante buena parte de su vida desempeñó funciones de dirección en instituciones artísticas: fue embajador de Cuba ante la UNESCO, viceministro de Cultura... En el momento de su muerte, era presidente y director del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, una de las más reputadas citas fílmicas del continente.

Guevara fue, precisamente, uno de los "padres" de ese concepto: el nuevo cine latinoamericano. Sus aportes teóricos a la práctica y difusión de ese movimiento renovador marcharon a la par de su actividad ejecutiva: fue miembro de numerosas fundaciones, profesor de instituciones docentes, creador de festivales...

Nunca calló: dejó una bibliografía importante, integrada por libros y ensayos publicados en importantes publicaciones del mundo.

Era un hombre comprometido con el debate y el intercambio con las nuevas generaciones. Polemista incansable, estimulaba a los jóvenes a pensar sus circunstancias y proyectarse en pos de un futuro mejor.

Su muerte dejó a la cultura cubana sin uno de sus más grandes animadores.

En julio falleció a los 98 años Fernando Alonso, el principal maestro del ballet en Cuba, fundador de nuestra principal compañía de danza y metodólogo de la escuela cubana de ballet.

Fernando Alonso era un hombre amable, sencillo y jovial. Era uno de los grandes de la danza en América Latina, y sin embargo no parecía demasiado persuadido de esa circunstancia.

No hacía mucho acudía a la Escuela Nacional de Ballet (la escuela que él mismo fundó y dirigió hace más de 45 años), a tomar ensayos, a ofrecer conferencias, a aconsejar a quien quisiera ser aconsejado…

 

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No asumía poses de leyenda viva, a pesar de que lo era. Se dice fácil, pero las implicaciones son grandes: Fernando Alonso fue el principal artífice de la metodología cubana para la enseñanza del ballet, la columna vertebral de la escuela cubana de ballet, la más joven de las grandes escuelas reconocidas internacionalmente.

Junto a la gran Alicia Alonso (que fue por mucho tiempo su esposa y compañera de trabajo) y su propio hermano Alberto (coreógrafo inspirado), Fernando forma parte del trío principal de la danza académica en Cuba. Los tres fundaron el Ballet Alicia Alonso (después Ballet de Cuba, finalmente Ballet Nacional de Cuba), la primera compañía profesional en Cuba.

Después de peripecias más o menos arduas, al triunfo de la Revolución Fidel Castro Ruz le encargó a Fernando la reorganización del elenco. Y desde entonces pudo hablarse de una gran compañía, que a lo largo de estos años ha sido la principal embajadora del arte danzario cubano en el mundo.

La literatura cubana despidió en agosto a Jaime Saruski, que formó parte de esa generación que dios sus primeros pasos en los últimos años de la etapa republicana, pero cuya absoluta consolidación tuvo lugar en tiempos revolucionarios.

Fue reportero del diario Revolución en aquellos primeros años después del triunfo. También escribió reportajes para la revista Bohemia. De hecho, algunos de esos textos están considerados ahora referentes del mejor periodismo de esos años.

Con el tiempo laboraría en otras agrupaciones, porque Sarusky no le hizo caso a Hemingway en aquello de que un escritor debería dejar el periodismo a tiempo... Fue periodista hasta el último día. Asumió el oficio con tal vocación estética, que fue también reconocido como literato de altos quilates. Era además un investigador serio de un tema raigal en la cultura y la identidad nacional: las inmigraciones y las comunidades de extranjeros y sus descendientes en Cuba.

Participante habitual de tertulias y encuentros literarios, Sarusky era uno de los más queridos protagonistas de nuestra "república literaria". Entre sus novelas se destacan La búsqueda (1961), Rebelión en la octava casa (1986), y Un hombre providencial (2000, Premio Alejo Carpentier), pero quizás sus obras más conocidas sean de “no ficción”: Los fantasmas de Omaja, (un estudio sobre los grupos de inmigrantes norteamericanos, suecos, japoneses, indostanos y yucatecos en la isla) y La aventura de los suecos en Cuba.

 

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Obtuvo el Premio Nacional de Literatura en el 2004, y siete años después fue homenajeado en la XX Feria Internacional del Libro de La Habana, ocasión en la que fue reeditada buena parte de su obra. Recibió también el Premio “José Antonio Fernández de Castro” por ejercicio como periodista cultural. En más de una ocasión integró el jurado del Premio literario Casa de las Américas. En definitiva, la cultura cubana ha perdido a uno de sus más entusiastas exponentes.

También en agosto falleció Asenneh Rodríguez, una actriz de primera línea, una artista querida y reconocida, una creadora inquieta… nunca vivió divismos trasnochados. Asenneh Rodríguez parecía —y era— una mujer de pueblo, orgullosa de representar —una y otra vez, con gracia singular y emocionante— roles populares, entrañables, que casi siempre terminaban por deslumbrar al público por su fuerza y simpatía.

Uno piensa en la actriz integral, en la que puede asumir casi todos los registros, la que está cómoda en todos los medios… y se da cuenta de que Asenneh era de esa estirpe.

Su organicidad era pasmosa: podía hacer llorar con desgarramientos profundos o hacer reír a carcajadas con sus giros vernáculos. Tenía muy buena dicción, una voz bien entrenada, una proyección contundente. Y era muy habilidosa. Era capaz de cantar y bailar sin perder nunca el personaje (su interpretación en Patakin, particularmente el solo de Ruperta la caimana, será recordada por mucho tiempo), con un dominio expresivo y un calado dramático impresionantes.

Asenneh fue envejeciendo y nunca nos dimos cabal cuenta, porque siempre mantuvo una simpatía y una gracia absolutamente atemporal. Estuvo a la altura de todos los papeles que le confiaron y muchas veces ofreció clases magistrales de actuación.

Asenneh Rodríguez nació el 20 de junio de 1934, en Sagua la Grande. Debutó en un programa infantil de la emisora Mil Diez, del Partido Socialista Popular. Estudió magisterio en la Escuela Normal, pero continuó presentándose en programas de la radio y la televisión. Colaboró con la lucha clandestina en contra de la dictadura de Batista. Después del triunfo de la Revolución, se unió a importantes grupos teatrales. Fue parte de relevantes puestas en escena con el Conjunto Dramático Nacional.

Fue comediante del Teatro Musical de La Habana y del Grupo Buscón. Participó en más de una decena de filmes, entre los que se destacan Un día en el solar, Retrato de Teresa, María Antonia y Las profecías de Amanda. Se presentó en varios países de América, Europa y Asia. Recibió el Premio Nacional de Televisión, el Micrófono de la Radio y varias condecoraciones, entre ellas la Orden Alejo Carpentier y la Distinción por la Cultura Nacional.

En septiembre, la danza contemporánea de Cuba perdió a uno de sus más entusiastas cultivadores: el bailarín y coreógrafo Alfredo Velázquez.

El artista tenía 44 años y una carrera impresionante. Era el director de la principal compañía de la danza en Guantánamo, una ciudad que cuenta con uno de los más consolidados movimientos danzarios en Cuba.

Al frente de Danza Libre, Alfredo Velázquez siguió la obra de la maestra y bailarina norteamericana Elfriede Mahler, de la que fue alumno. Su agrupación, fundada por Mahler, se caracteriza por asumir el repertorio folclórico y contemporáneo.  

Velázquez era un coreógrafo de singular inspiración: la amplitud de su vocabulario, la belleza de sus obras y sus profundas implicaciones fueron reconocidas por la crítica y el público.

Era también un destacado maestro, puntal de la enseñanza de la danza en Guantánamo, muy vinculado a la Escuela de Arte de la provincia.

El escritor Luis Marré falleció en octubre. Fue una triste noticia para la cultura cubana, pues Marré era uno de los mejores poetas contemporáneos cubanos.

El jurado que le otorgó el Premio Nacional de Literatura en 2008 reconoció a un poeta "con un lenguaje de seductora maestría, elegante y equilibrado, (que) supo conjugar la inspiración clásica con los aires renovadores de la vanguardia". Equilibrio, puede ser la palabra exacta. En la obra de Marré no hay arabescos inútiles.

Marré fue una de las más peculiares voces de la Generación del 50 en Cuba. No trató de dinamitar la tradición, sino más bien se propuso renovarla desde una humildad que a estas alturas parece gran mérito.

Escribió en las principales revistas literarias de su país, a lo largo de varias décadas: Orígenes, Ciclón, Unión, Casa de las Américas, El Caimán Barbudo, Santiago, Universidad de La Habana, Extramuros... Y por supuesto, en La Gaceta de Cuba, de la que fue jefe de redacción durante casi veinte años.

Además de poeta, era novelista, traductor, ensayista y periodista. Hombre tranquilo, alejado del mundanal ruido, prefirió dedicar buena parte de su obra al homenaje a otros grandes escritores y artistas. La sencillez de su poesía, su tono íntimo y sosegado, hablan de un hombre de gran nobleza, sin pretensiones de celebridad.

Nunca le dio la espalda a su contexto. Después del triunfo de la Revolución se sumó a la lucha contra los bandidos en el Escambray. Fue fundador de la Uneac, en cuya editorial, UNIÓN, hizo además un destacado trabajo como traductor y editor.

Su poesía ha sido traducida a más de 15 idiomas. Ha formado parte de importantes antologías de poetas hispanoamericanos. Publicó más de una decena de libros de poesía y dos novelas.

En una entrevista publicada en La Jiribilla, Marré apuntaba: "Soy un poeta lírico y revolucionario. El premio (Nacional de Literatura) no me va a hacer mejor ni peor poeta, ahora que estoy al final de mi vida. No voy a ser mejor militante  ni  mejor  revolucionario, porque siempre he tratado de serlo".

En noviembre el teatro cubano perdió a su más importante dramaturgo: Abelardo Estorino.

Pudo haber hecho carrera como cirujano dental, y de hecho, ejerció ese oficio durante algunos años en su juventud. Pero el influjo del teatro era más fuerte y al final se impuso. Estorino dejó atrás las dudas y se dedicó a tiempo completo a su verdadera vocación: escribir para la escena.

 

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Al morir, Abelardo Estorino dejó un impresionante acervo: más de una veintena de obras, entre las que se cuentan verdaderos clásicos del teatro cubano: El robo del cochino, La casa vieja, Morir del cuento, Las penas saben nadar, Vagos rumores, Parece blanca…

Estorino no era un artista de rupturas clamorosas ni de vanguardismos a ultranza. Su estilo siempre fue directo y diáfano, sustentado en una apropiación inteligente de maneras muy convencionales de enhebrar un texto.

Desde el punto de vista meramente formal no había grandes innovaciones, pero la densidad dramática, la contundencia del diseño de los personajes, la sosegada pero efectiva dimensión metafórica, el diálogo fluido con la historia, las implicaciones sociales de sus temas… lo distinguieron en un contexto autoral pujante, sobre todo en la década de los sesenta, su década dorada.

Buena parte de su trabajo estuvo ligada al mítico grupo Teatro Estudio (el grupo de Vicente y Raquel Revuelta), para el que concibió y montó espectáculos.

Estorino no calló nunca, ni siquiera en los años difíciles para la cultura nacional —la oscura década de los setenta—. Por supuesto que sufrió en carne propia los errores y perjuicios de las políticas institucionales de esos años, pero no abandonó el barco: escribió y dirigió obras de clásicos del teatro universal.

La década de los ochenta fue la de su consolidación, la del reconocimiento unánime a su extraordinario itinerario creativo. Fue un resurgir: escribió y dirigió muchísimos textos, en puestas todavía recordadas.

En algún momento, Estorino confesó que era director de teatro más por necesidad que por vocación. Decía que no encontraba directores que asumieran su muy particular visión de la escena, así que no le quedaba más remedio que dirigir él mismo sus creaciones. Pero lo cierto es que su quehacer no se circunscribió a sus propias obras.

Abelardo Estorino no tuvo prejuicios con ninguna manifestación teatral. Escribió para títeres e hizo teatro musical. Sus monólogos bastarían para ubicarlo entre nuestros mejores autores.

La dimensión meramente literaria de sus textos ha sido reconocida por la crítica y los lectores. De hecho, es uno de nuestros dramaturgos más publicados.

La lista de sus premios y distinciones es inmensa. Fue uno de los pocos creadores que mereció dos premios nacionales: el de Literatura (1992) y el de Teatro (2002).

También en noviembre despedimos a la importante cantautora Teresita Fernández, creadora de algunas de las más entrañables canciones para niños.

Fue autora de obras antológicas de la música para niños como Lo feo, Mi gatico Vinagrito, Dame la mano y danzaremos… También atesoró una extensa obra para adultos.

 

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Trovadora, narradora y pedagoga, era conocida como la cantora mayor. Su formación comenzó en su hogar, y las sonoridades de su obra muestran influencias de antiguas baladas y folclore campesino. Destacan en su acervo musicalizaciones de textos martianos y de Gabriela Mistral —recordaba el sitio OnCuba.

“Juglar, pobre, nómada y libre”, se autodefinía. Le merecía tanto interés la música como la poesía y consideraba que es la canción la que une ambas manifestaciones, tal como expresó en Yo soy una maestra que canta, su biografía escrita por la periodista Alicia Elizundia Ramírez.

Casi a punto de cerrar el año, murió a los cien años la cantante Esther Borja, una de las voces más entrañables de nuestra cultura.

La “Damisela Encantadora” de la canción lírica cubana tuvo una exitosa trayectoria en los escenarios desde que debutó profesionalmente en 1935.

La rica textura de su voz y su amplia tesitura la hicieron una de las intérpretes principales de la música de Gonzalo Roig, Rodrigo Prats, y especialmente Ernesto Lecuona (1895-1963), autor del vals Damisela Encantadora, compuesto especialmente para ella, en la zarzuela Lola Cruz —recuerda la Agencia de Información Nacional.

Premio Nacional de Música en el 2001, Borja fue merecedora de numerosos reconocimientos y distinciones, además de descollar en la impartición de sus conocimientos en el arte vocal.

Zarzuelas y operetas fueron su escenario natural, igualmente llevó sus actuaciones a la radio, el teatro, el cine y la televisión, en Cuba y en giras internacionales por países como Argentina, Chile, Perú, Brasil, Uruguay, España y Estados Unidos, entre otros.

 

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Se retiró oficialmente en 1984, aunque prosiguió su labor artística como pedagoga en academias y concursos de música, que la ratificaron como una personalidad imprescindible de la historia de la cultura cubana.

Gonzalo Roig, compositor, director musical y fundador de varias orquestas, pionero del movimiento sinfónico en el país, la caracterizó de esta manera. “Representa para Cuba, lo que Raquel Meller para España, lo que Rosita Quiroga para Argentina, lo que Toña la Negra para México… Pero existe una diferencia entre ellas y Esther Borja, y es que esas grandes figuras han tenido imitadores, y la Borja no; no porque no hayan querido imitarla, sino, sencillamente, porque no han podido…”

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