LA CAÍDA DE BERLUSCONI: El espejito mágico se rompió
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El telón ha caído en uno de los espectáculos más extraños y a pesar de ello de más larga duración en el mundo: la carrera política de Silvio Berlusconi, que ha dominado la vida italiana durante los últimos 17 años, interpretando simultáneamente un increíble número de papeles: magnate de la televisión, propietario de un equipo de fútbol, primer ministro, acusado en numerosas demandas penales y playboy internacional.
Parece curiosamente apropiado que Berlusconi —que prometió tantas cosas y cumplió tan pocas— abandone el escenario por la derecha, dejando tras él una escena de devastación moral y financiera. El país está a punto de suspender pagos, y el Fondo Monetario Internacional ha puesto a Italia bajo vigilancia porque ha perdido su fe en que el Gobierno de Berlusconi saque adelante las reformas prometidas. Berlusconi, un vendedor extraordinario y sublime ilusionista de los medios de comunicación, llegó al poder conjurando visiones de una prosperidad sin precedentes para las masas de Italia y se proclamó a sí mismo el "mejor estadista de la historia italiana", así como el líder más importante del mundo. La carrera de Berlusconi, el primer magnate de los medios (pero no el último) que preside un país, ha estado dedicada al principio de que la percepción es la realidad, de que si haces que la gente crea algo, se convierte en realidad. Pero finalmente, se ha interpuesto una realidad cada vez más cruda: 17 años de estancamiento económico, de reformas prometidas y no aprobadas, una deuda nacional que supera el 120% del PIB y, por último, unos tipos de interés por las nubes, han hecho que las ilusiones se vengan abajo. Paradójicamente, la percepción es crucial para los mercados financieros; pero, a la larga, como en la burbuja inmobiliaria, la percepción tiene que estar vinculada a alguna realidad económica subyacente. Y por eso, irónicamente, este timador político ha fracasado porque ha perdido la "confianza" y la "credibilidad" tanto de los mercados financieros como de las cancillerías de Europa.
En los últimos años, Berlusconi fue sinónimo de escándalo a causa de sus incesantes flirteos, fiestas salvajes en el palacio presidencial, escarceos con prostitutas a sueldo y chicas menores de edad, y una serie de denuncias penales y casos de corrupción que le han perseguido durante años. Y luego está su propensión a hacer comentarios subidos de tono en las reuniones internacionales, refiriéndose al "bronceado" de Barack Obama o fanfarroneando sobre cómo utiliza sus dotes de playboy para obtener concesiones del primer ministro finlandés. Esto ha hecho que a los extranjeros les resulte tentador sonreír y sacudir la cabeza y decir "solo en Italia".
Aunque Berlusconi es un producto típico de una determinada faceta de la vida italiana, esa ironía fácil omite algo importante. Berlusconi es una figura retrógrada —que representa formas trasnochadas de corrupción y el sexismo y machismo tradicionales—, pero también es una criatura política extremadamente moderna o posmoderna. El papel del dinero y la fama en la política, el uso político de los deportes y el entretenimiento, la política de la antipolítica, no son ni mucho menos exclusivos de Italia. Berlusconi, al moverse en un país con pocos frenos y equilibrios, ha sido capaz de combinar diversos tipos de poder —la inmensa riqueza de un Bill Gates, la potencia de fuego mediático de Rupert Murdoch, más ABC, CBS y NBC y el grupo Time, y el poder estelar de un Arnold Schwarzenegger combinado con el control de la Casa Blanca y de ambas Cámaras del Congreso— para crear una especie de ciudadano Kane del siglo XXI. El extraordinario poder de Berlusconi ha residido en aprovechar un antiguo sistema de poder para crear nuevas formas de comunicación política y organizar un consenso político. Desde que Berlusconi entró en la política, los propietarios de medios de comunicación se han hecho con el poder en otros dos países, Tailandia y Chile. El presidente chileno Sebastián Piñera ha seguido la fórmula de Berlusconi casi al pie de la letra, al encabezar un imperio televisivo y también comprar una participación mayoritaria en un popular equipo de fútbol.
La trayectoria política de Berlusconi se inició en unas circunstancias muy concretas: el final de la guerra fría y sus ideologías reinantes. El partido Demócrata Cristiano y sus aliados, con la ayuda de la Iglesia católica, habían gobernado durante 45 años para impedir que el Partido Comunista Italiano llegara al poder. Una vez que el comunismo cayó, esta alianza perdió gran parte de su fundamento, y la corrupción que había sido tolerada en nombre del anticomunismo de repente pareció intolerable. Hacia 1993, los democristianos y sus cuatro aliados principales se separaron, dejando prácticamente a la mitad del electorado italiano sin representación. Berlusconi, con su inmenso imperio financiero y de medios de comunicación, llenó ese vacío. Se ofreció a proteger las viejas relaciones clientelistas del antiguo sistema, de las cuales era uno de los principales beneficiarios, pero de una forma nueva.
Berlusconi entendió que las viejas ideologías tenían poca influencia. Los italianos estaban más interesados en los deportes y en el entretenimiento que en la política, y él presidía las tres cadenas privadas de televisión más grandes y el equipo de fútbol de más éxito, el AC Milan. Sus sondeos privados le decían que su nombre era universalmente conocido en el país mientras que solo la mitad de los ciudadanos habían oído hablar del entonces primer ministro, el serio y respetable economista Carlo Azeglio Ciampi. Berlusconi se inventó un partido —e incluso escribió su himno— sin una verdadera ideología, aparte de una especie de patriotismo genérico, al que llamó Forza Italia, el popular cántico de la selección nacional de fútbol. Con un descaro increíble, Berlusconi transformó su inmenso imperio financiero y de medios de comunicación en la máquina política más grande del país. Los gestores de fondos de inversión transformaron a sus clientes en organizadores del partido, los clubes de fútbol del AC Milan se convirtieron en clubes de Forza Italia, a los ejecutivos del mundo de la publicidad se les hicieron pruebas de cámara y se les convirtió en candidatos, y sus tres cadenas nacionales eran su plataforma personal.
Anunció su candidatura mediante una grabación de vídeo en la que aparecía en su estudio como los presidentes estadounidenses cuando presentan su discurso sobre el estado de la nación. Berlusconi, con un acceso a los medios de comunicación que solo tendría un primer ministro en el cargo, creó la ilusión de que ya era el líder de la nación —el presidente de la realidad virtual— y pronto se convirtió en su verdadero líder.
Berlusconi perfeccionó la política de la antipolítica, tomando muy deliberadamente como modelo a Ronald Reagan (el optimismo y la retórica de "el Gobierno es el problema") y a Ross Perot, el empresario antipolítico. En una ocasión en que fue duramente cuestionado por un destacado economista en un debate de televisión, Berlusconi le cortó diciendo: "Prueba a ganar un campeonato nacional de fútbol antes de tratar de desafiarme". Fue un non sequitur absurdo pero que convenció a muchos telespectadores italianos: después de todo, era verdad que Berlusconi había ganado varios campeonatos nacionales e internacionales. Esto me recordó a Jesse El Cuerpo Ventura, que adujo el haber saltado de un avión en paracaídas como una razón para descartar cualquier duda respecto a su capacidad para gobernar el Estado. El fútbol y su a veces grosero vocabulario hacían que este multimillonario pareciera un italiano corriente, a diferencia del planteamiento intelectual y más pedagógico de algunos líderes de centro-izquierda. Piensen en George W. Bush contra John Kerry.
Al principio, Berlusconi se vendió a sí mismo como una Margaret Thatcher italiana y muchos de sus seguidores esperaban que se saltara el papeleo y la hipertrófica burocracia italiana, que redujera la injerencia del Gobierno en el mercado y revitalizara la economía de Italia. No se percataron de que Berlusconi era un monopolista que había obtenido su posición dominante en diversos sectores en mercados que eran cualquier cosa menos libres. No comprendieron que los innumerables conflictos de interés de Berlusconi no eran meramente un problema ético, sino uno extremadamente práctico.
Berlusconi no tenía la menor intención de poner en peligro la posición de sus empresas en sectores tan fundamentales como la televisión, la información y las finanzas. Por ejemplo, Italia tiene una de las tasas de penetración de Internet más bajas de Europa. Esto socava la capacidad de Italia para participar en la economía de la información, pero protege las televisiones de Berlusconi. Berlusconi no tenía la más mínima intención de renunciar a los hilos del poder que le permitían recompensarse a sí mismo y a sus amigos, y a la vez castigar a sus enemigos en la forma clásica del capitalismo de amiguetes. El crecimiento del PIB per capita italiano durante los años de Berlusconi fue prácticamente nulo y el peor entre las principales naciones industrializadas. La posición de Italia ha caído en picado según casi todos los baremos económicos y sociales internacionales: desde la competitividad económica hasta la libertad económica, pasando por la transparencia, la libertad de prensa y la igualdad de sexos.
Con un amplio consenso y una aplastante mayoría en el Parlamento, Berlusconi podría haber reorganizado la economía italiana si hubiera querido. Mientras ha estado en el cargo, ha invertido casi todas sus energías reales en resolver problemas enteramente personales.
Después de comprar sentencias judiciales, convirtió en ministro del Gobierno al abogado que sobornó a los jueces en su nombre. Eligió para el Parlamento a los ejecutivos de sus empresas acusados de corrupción para que pudieran gozar de inmunidad frente a los cargos, y luego eligió a sus abogados y los de estos de forma que los letrados pudieran reescribir las leyes de justicia penal que les eximirían de toda culpa. Sus exejecutivos de los medios de comunicación en el Parlamento redactarían leyes que beneficiarían claramente a su empresa. Se entrometió en la empresa de radiotelevisión estatal, su principal competidor, contratando y despidiendo a presidentes de cadenas, e intentó (y a veces logró) suprimir los programas de televisión que se atrevían a criticarle.
La falta de cualquier freno a su poder alimentó en los últimos años la sensación de omnipotencia y de grandeza imperial de Berlusconi: empezó a nombrar para cargos políticos a las mujeres con las que se acostaba o con las que quería acostarse, el colmo de la confusión del poder público y privado. Berlusconi se convirtió en prisionero de su propia máquina de propaganda. Se le daba tan bien ser candidato al cargo que no creía que realmente fuera necesario hacer algo mientras ocupaba el cargo. Le gustaba codearse con los líderes mundiales, pero le aburría el monótono asunto de hacer política y ponerla en práctica.
Lo importante era controlar la percepción de la realidad que tenía la gente. Montó un numerito para limpiar la basura de las calles de Nápoles, pero como no abordó los problemas subyacentes de la zona con la gestión de residuos, la basura volvió al cabo de pocos meses. Cuando un terremoto destruyó la ciudad de Aquila en 2009, intervino a toda prisa para proporcionar viviendas provisionales y declaró que la reconstrucción había sido un éxito espectacular. Un año después, los residentes de la ciudad que seguían sin poder regresar a sus hogares echaron abajo las barreras policiales que rodeaban la zona del terremoto y descubrieron que la antigua ciudad seguía en ruinas: lo cierto es que no se había llevado a cabo ninguna obra de reconstrucción. Cuando las cámaras de televisión mostraron por fin la devastación de la ciudad, fue como en El mago de Oz, cuando vemos que el gran mago no es más que un hombrecillo detrás de una cortina y una invención.
A pesar de su reputación de empresario duro, Berlusconi no soporta los enfrentamientos ni las decisiones dolorosas, y huye de todo lo que pueda afectar su popularidad personal. Y cuando empezaron a salir a la luz todos los escabrosos detalles de su vida personal, se concentró en aprobar una draconiana ley sobre escuchas telefónicas que haría que fuera prácticamente imposible efectuarlas e ilegal el publicarlas excepto cuando el material se presentase en un juicio.
Por otro lado, sus propias empresas de medios crearon una serie de escándalos personales y sexuales sobre otros líderes —empleando medios que infringían su propia propuesta de ley— para distraer la atención de los problemas de Berlusconi. Una vez más, parecía convencido de que no era más que cuestión de controlar la percepción. Hasta hace muy poco, culpaba de la recesión de Italia a la prensa económica del país que publicaba historias deprimentes que disuadían a la gente de gastar dinero.
Pero incluso en nuestro mundo posmoderno, la realidad sigue siendo importante, al menos parte de las veces.
Alexander Stille es autor de El saqueo de Roma (editorial Papel de Liar) y colabora habitualmente con The New Yorker, The New York Times y The Washington Post. Traducción de News Clips.
Tomado de El País
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