¡Afganistán llamando! (un artículo de Saúl Landau)
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Hace más de diez años, Estados Unidos (digo, la OTAN) invadió a Afganistán y rápidamente ganó la guerra contra el gobierno Talibán, militarmente inferior desde el punto de vista tecnológico. Los combatientes del Talibán huyeron a Pakistán. A la victoria de Washington y sus aliados le siguió rápidamente la pérdida del reto de la ocupación. Mientras W. Bush y sus aliados invadían Irak, el Talibán regresó subrepticiamente desde Pakistán y deshizo la victoria militar de EE.UU. Así que 250 000 soldados (principalmente norteamericanos) y contratistas (pagados por EE.UU.) aún ocupan ese país muchas veces invadido, pero nunca realmente conquistado.
Alejandro el Grande lo invadió dos veces (330 y 327 AC) y pronto murió en Irak de la “barriguita de Bagdad”. Unos 20 siglos después, los ingleses olvidaron la lección de Alex. Marcharon (gran error) sobre Kabul. Tuvieron pérdidas y finalmente se retiraron frustrados.
En el siglo 20, los soviéticos dedicaron una década de fracasos tratando de someter a los afganos apoyados por la CIA. Washington aplaudió y sus generales pensaron que podían hacerlo mejor que los soviéticos. Occidente se dedicó a construir “nuestra clase de nación del tercer mundo” –una nación con apenas una fachada de democracia, como elecciones que no toleran un mínimo de escrutinio.
De manera similar a lo sucedido en Viet Nam en las décadas de 1960 y 1970, las fuerzas norteamericanas entrenaron enormes cifras de policías y tropas locales –algunos que no disfrutan combatir contra hermanos potenciales; otros que ocasionalmente usan el entrenamiento y las armas para matar a soldados de EE.UU. y la OTAN.
Una vez más (¿Viet Nam?) la construcción de naciones reingresó al vocabulario de EE.UU. Continúan los combates mientras se hace una infraestructura y se inculcan valores modernos como los derechos de las mujeres, pero lo militar viene primero, así que las mujeres afganas esperan –y sus bebés mueren prematuramente con tasas de récord mundial debido a la falta de atención (financiamiento).
Algunos son apedreados por ofensas (actuar como mujeres) que confunden a los occidentales. Es cierto, Afganistán siempre ha confundido a los invasores desde la distancia.
Evidentemente tenemos una sociedad más racional. Fíjense en los hechos. A pesar de una abrumadora desaprobación pública, entre 2001 y 2008 el Congreso asignó unos $100 millones de dólares diarios con propósitos militares para Afganistán. Pero todos los países de las OTAN solo pudieron soltar la astronómica suma de $7 millones al día para ayuda no militar.
El Congreso asigna más de $120 mil millones al año para la operación afgana –mucho más que el presupuesto nacional afgano – de manera que podemos mostrar resultados: decenas de miles de muertos y heridos. Sin control de la OTAN. Nuestro presidente allí (Hamid Karzai) puede que se gane un lugar en el Libro Guinness de Récords por corrupción. Bajo su supuesto gobierno, les elecciones demostraron que su país había copiado la democracia norteamericana: baja asistencia a las urnas y manipulación de los votos –como la Florida en 2000.
Nuestros diez años pagando y entrenado a policías afganos y a espías también han producido dudosos resultados, a no ser que uno esté a favor de colgar a los detenidos por las manos, golpearlos con cables y retorcerles “sus genitales hasta que los prisioneros pierdan el sentido”.
Según una cita de un informe de la ONU (10 de octubre) por The New York Times, tales torturas ocurren de manera sistemática en “esos sitios dirigidos por el servicio afgano de inteligencia y la Policía Nacional afgana”.
Funcionarios de la OTAN admiten que conocían de los abusos y que en el verano dejaron de enviar prisioneros a algunos de esos sitios de tortura. Pero no lo hicieron público. Funcionarios de EE.UU. negaron saberlo y continuaron derramando dinero en el mismo sistema que produjo la tortura rutinaria.
¿Cerraron sus ojos y oídos los entrenadores norteamericanos? ¿O es que la complicidad de EE.UU. coincide con posibles beneficios “a partir de la información obtenida de los sospechosos que habían sido torturados?” (New York Times, 11 de octubre de 2011.)
La Convención de Naciones Unidas contra la Tortura prohíbe el traslado de una persona detenida a la custodia de otro estado donde existen razones sustanciales para creer que el detenido corre el riesgo de ser torturado.
“El uso de métodos de interrogación, incluyendo la suspensión, golpeaduras, choques eléctricos, posiciones estresantes y amenaza de asalto sexual es inaceptable bajo cualquier norma de las leyes internacionales de derechos humanos”, decía el informe (Alissa J. Rubin, New York Times, 11 de octubre de 2011). ¿Habrá olvidado leer eso alguien del mando de EE.UU.?
La colaboración de EE.UU. con otros aliados como Uzbekistán, Pakistán, Colombia y El Salvador ha provocado discusiones similares (Informe de 2006, RAND Corporation), pero cuando se trata de una guerra, “los aliados están primero, y las convenciones de la ONU después”.
El 7 de octubre marcó el 10mo. aniversario de la invasión. Afganistán no ha logrado la estabilidad. En septiembre, un escuadrón suicida realizó un ataque cerca de la embajada norteamericana en Kabul.
Bajo la ocupación de la OTAN, la producción de opio ha aumentado –60% para el próximo año, según expertos. El presidente Obama, el cual recibió informes detallados de la ausencia de progreso, se enfrenta al dilema que se presenta a todos los presidentes que quieren retirarse, pero no pueden. Él escucha a los republicanos gritar en la próxima campaña –incluso a los que exigen que él retire las tropas–: “Es débil, Ha perdido la guerra”.
Al igual que los personajes en El ángel exterminador de Luis Buñuel, los presidentes de EE.UU. se sienten atrapados por las circunstancias de su realidad política –o estupidez política.
Si se retira ahora, Obama no tendrá nada que mostrar a cambio de toda la muerte y destrucción, ni siquiera el inminente oleoducto Turkmenistán-Afganistán-Pakistán-India (TAPI), que deberá iniciarse en 2012 y comenzar a bombear petróleo en 2014. Sin las tropas de la OTAN allí, olvídenlo.
Un año antes de las elecciones, los presidentes hacen lo que hace falta para su reelección. Estas decisiones no coinciden con lo que conviene a los pobres soldados que pelean en la guerra –ni con la psiquis norteamericana.
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