OPINIÓN: Padres e hijos

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OPINIÓN: Padres e hijos
Fecha de publicación: 
14 Enero 2025
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Mi padre habría cumplido 98 años en este enero. No visito su tumba con frecuencia. Esa no es mi manera de recordarlo. Pero su memoria está viva, y no solo cuando hablamos de él, o lo pensamos. Él tiene sus trucos. En este cumpleaños “pidió” su “película favorita” en la voz de la invitada al programa de televisión que lleva ese nombre, y la vimos juntos: Vivir por vivir, con un Yves Montand impecable, galán maduro y una Annie Girardot contenida, exacta. 

Pero no vivió así, fue un protagonista anónimo de una Revolución que lo transformó, y cambió los rieles de su vida, llevándolo por rumbos impensados. 

De los primeros años en el periódico Revolución, como autor de una columna que evidenciaba su rápida evolución, marcada por un antiimperialismo raigal y una vocación literaria —guardo una foto de 1960 en la que recibe el premio de cuento en un concurso desconocido, de manos de Alicia Alonso— tronchada por el torbellino de los acontecimientos, pasó a desempeñarse como abogado primero, y luego, en improvisada carrera, como economista, cuando muchos profesionales de la pequeña burguesía abandonaban el país. 

Sufrió la partida de sus padres y hermanas, las contradicciones de una educación sometida a cambios bruscos, y las incomprensiones propias de la época, con una terrible lealtad a sí mismo. No se fue, no abjuró, se entregó como pudo, y educó a sus hijos como revolucionarios. Aquella fue una generación de héroes, no siempre de grandes acciones, a veces de sucesivas e imperceptibles transformaciones personales. Recuerdo que llegaba muy tarde del trabajo, flaco, desgarbado, tierno y se sentaba al borde de nuestras camas para contar historias inventadas o para escuchar las confesiones, las quejas o las dudas de sus hijos; su presencia nos generaba una ola de calor humano y de confianza. 

A pesar de las carencias, de los desvíos en su vida, de las buenas y malas decisiones, algunas dolorosas, fue feliz. No entiendo a los que reclaman hoy una felicidad medida en bienes, que nunca estuvo en el horizonte de sus vidas. Mi padre fue feliz porque entregó su existencia, su día a día, al acontecimiento más importante del siglo XX en Cuba, desde una trinchera ajena a los reflectores, pero relevante. El desabastecimiento generado por el bloqueo era enorme. La igualdad fue normada: libretas para los alimentos, para la ropa, para los juguetes. En las vidrieras de las tiendas a veces solo había carteles que llamaban al combate. No es la nostalgia de los viejos por un tiempo ido la que me hace sonreír, cuando recuerdo las visitas de los varones al campamento de las hembras (estaban separados), durante las Escuelas al Campo. La mística de la Revolución lo atravesaba todo, desde lo más íntimo hasta lo más público. El pequeño horizonte estaba en el año 2000. Ahora estará, supongo, en el 2050, al doblar de la esquina, a pesar de que, probablemente, yo no lo cruce. Es importante que exista un horizonte, aunque sólo sirva para caminar, como escribiera Eduardo Galeano. 

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No hay vidas fracasadas, ni defraudadas, cuando estas aportaron con pasión sus fuerzas a un ideal, a una esperanza colectiva. Que no lleguemos al “no-lugar” soñado, a la Utopía que parecía cercana, es parte del riesgo asumido. El horizonte parece más cerca o más lejos en dependencia de las convicciones que nos animen. Pero eso no desvaloriza el esfuerzo. “Lo peor para un ser humano es no pertenecer a una esperanza colectiva”, me dijo en cierta ocasión Andrés Pascal Allende, quien fuera secretario general del MIR chileno durante los años de clandestinidad, y sobrino del Presidente Salvador Allende. Y él sí que tendría motivos para sentir que vivió y luchó en balde. “Yo no estoy desesperanzado. Al contrario, tengo grandes expectativas”, afirmó.

Por eso es triste que un segmento de la generación de mis hijos se desentienda de esa esperanza. Tenemos culpa nosotros. Está más preocupada por los bienes, que por los ideales. No pertenece a nada, puede vivir y trabajar donde paguen mejor. Pero  no son todos. Están los otros, los que llevarán el peso de la historia sobre sus hombros, y conocen la advertencia de Martí a Máximo Gómez: “Yo ofrezco a usted, sin temor de negativa, este nuevo trabajo hoy que no tengo más remuneración que brindarle que el placer de su sacrificio y la ingratitud probable de los hombres…” No se trata de asumir la política como profesión; pero es preciso crear revolucionarios profesionales, como pedía Lenin. Es necesario que advirtamos el peligro: una sociedad establece sus coordenadas históricas por lo que sus hijos anhelan para sí, por la manera en que estos comprenden la felicidad personal. 

No dejaremos morir al Apóstol, como hizo Fidel en el año de su centenario. No dejaremos morir a Fidel en su centenario. No dejaremos que mueran nuestros padres.

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