OPINIÓN: El horizonte de la utopía

OPINIÓN: El horizonte de la utopía
Fecha de publicación: 
26 Junio 2024
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La pandemia anunciaba el fin del mundo. Los astrólogos y los creyentes más ortodoxos lanzaron rápidamente sus predicciones; esta vez, el margen de error parecía pequeño. Aún así, hurgaron en los libros sagrados y en las profecías, siempre mal interpretadas, de sus ilustres antepasados. Pero una predicción menos apocalíptica, y más deseable, fue expuesta por mediáticos teóricos de izquierda: es el fin del capitalismo. A la vaga percepción del declive de Occidente (no específicamente referido a la pérdida de valores morales, o al extravío de Dios en cruentas y fratricidas guerras mundiales, como se apuntaba en las primeras décadas del siglo XX), se unía la certeza de su colapso ecológico, económico, político y social. Pero la causa no era el virus SARS-CoV-2. La indefensión en la que se hallaban las instituciones sanitarias y de apoyo social al irrumpir la nueva cepa, era resultado directo de las políticas neoliberales, es decir, del capitalismo en su estado actual.

Acompañé a la brigada médica cubana que viajó al norte de Italia, cuando el epicentro mundial de la pandemia se hallaba en esa zona. Turín, la ciudad de los autos, donde surgió la marca Fiat (Fábrica Italiana de Autos de Turín), hoy devoradora o devorada en un gran monopolio internacional, de o por muchas otras marcas europeas y norteamericanas, permanecía desierta, como en un cuento infantil en el que sus habitantes, sus comercios y sus fábricas habían sido congelados por un hechizo. Todos mis interlocutores coincidían en culpar al neoliberalismo del desmantelamiento progresivo, lento pero eficaz, de uno de los sistemas sanitarios más avanzados de Europa. Esta vez el capitalismo aparecía desnudo frente a todos, y aunque la gente lo percibía —la pandemia, además, exacerbó el egoísmo, incrementó la riqueza de unos pocos y amplió la pobreza de muchos— y lo comentaba en voz baja, no asumía en los hechos la evidencia. Hubo “niños” que gritaron “el Rey está desnudo”, pero los adultos (los señores de los medios y del poder), desviaron la atención hacia otras “minucias”, como tener siempre disponibles más camas en las terapias de los hospitales. La solidaridad revolucionaria se revelaba en la ayuda ciudadana, pero se extendía en la que comparten los pueblos, en la que combate las injusticias sociales.

Los vendedores de noticias difundieron tres variantes espectaculares: «no existe epidemia alguna, es solo una nueva estrategia de dominación», «el capitalismo ha llegado a su final, reinventemos el comunismo», «nos acecha la sociedad orweliana, basada en el control digital». La primera era una distracción —distracción ha sido también el movimiento de rechazo a las mascarillas y a las vacunas— pero para las dos restantes faltaba lo principal, que Atilio Boron señaló certeramente: no son los virus sino los pueblos los que cambian la historia. No basta con que las condiciones objetivas sean propicias, si no existen las subjetivas. No basta con que la realidad exija cambios radicales, si los que tienen que proponerlos e imponerlos esperan pacientemente por el milagro.
 
Cuando le pregunté a un directivo de la Federación de Sindicatos Metalúrgicos de Bérgamo, si la situación creada por la pandemia propiciaría cambios a favor de los trabajadores, me respondió: “Te contesto como ciudadano, medianamente pesimista, no como secretario de la FIOM de Bérgamo. Temo que no será así. (…) Temo que no se haya aprendido nada, y que regresemos a las mismas condiciones de antes, incluso, perdiendo algunos derechos”. Traigo a colación su respuesta, porque refleja claramente la actitud mayoritariamente asumida por la izquierda. Terreno cedido, terreno ocupado. La derecha sí aplicó cambios radicales, no sanitarios-organizativos, sino políticos, en el sentido inverso al esperado. Nunca antes el capitalismo se había sentido tan expuesto, tan vulnerable. La reacción fue extrema: ante el susto, apostó por el fascismo. La pandemia, paradójicamente, reforzaría el control de los que la habían causado.
 
En realidad, esta prendió el bombillo rojo de una crisis sistémica, que parece conducir a la pérdida del liderazgo unilateral de Occidente. El mundo multipolar que emerge y ya dicta condiciones, le hace guiños a la izquierda antisistema, la corteja, la necesita. Es preciso apoyarlo: nuestros enemigos, hoy, son el imperialismo y el fascismo. Pero hay que ir por más. Nadie se propuso derrocar al capitalismo en los días inciertos de la pospandemia, porque nadie, o muy pocos, lo consideraban posible. Sin la fe absoluta, casi irracional, en la victoria, no es posible obtenerla. Fidel venció a todos sus enemigos, porque confió en el pueblo y lo condujo sin vacilaciones. “Si salgo, llego, si llego, entro, si entro, triunfo”, había declarado en México antes de abordar el yate Granma que lo traería de vuelta a Cuba. Salió, llegó, entró y triunfó. Donde no hay imposibles que vencer, no hay revolucionarios.

El capitalismo occidental acude a la guerra y al divisionismo como últimos recursos de salvación. “¡Cuidado con el Oso ruso!”, aúllan los lobos que quieren comernos. Nos dividen también, cuando enarbolan el fantasma del antisemitismo, para facilitar el genocidio del pueblo palestino; cuando estimulan, en secreto, el purismo ideológico que transforma los textos marxistas en una especie de Biblia, cuya lectura no necesita establecer vínculos con la realidad o cuando, por el contrario, nos ofrecen caminos cortos, horizontes recortados, porque supuestamente, hay que situarlos en lo visible, en lo posible. No podemos confundir las metas con el horizonte, lo inmediato con lo trascendente. Mi horizonte sigue siendo el comunismo. Fidel movilizaba al pueblo hacia objetivos que para el reformismo, siempre latente, eran desmesurados: convertirnos en los próximos diez años, por ejemplo, en el país más culto del mundo. Si no pretendemos tocar la Luna, no alcanzamos el techo de la casa. "La utopía está en el horizonte —escribía Eduardo Galeano—. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar".

 

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