Estados Unidos: reproducción cultural, dominación clasista y poder simbólico
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Cartel del filme El hombre del traje gris (The Man in the Gray Flannel Suit), basado en la novela del mismo nombre.
En la sociedad norteamericana tienen lugar cambios sobre los cuales se comenta ampliamente en los medios de prensa y en aquellos especializados en estudios políticos, históricos, económicos e internacionales. Ya es bastante común escuchar (o leer) acerca de que está en curso una transición que aleja a Estados Unidos de lo que fue, tanto desde el punto de vista de las características demográficas de la población que la compone como de los procesos tecnológicos, científicos, productivos y culturales que reflejan ajustes con implicaciones muy diversas. Se advierten tendencias extremistas, de derecha radical, en la esfera política, que nada tienen que ver con los ideales democráticos basados en la tradición liberal burguesa con los que se ha presentado la historia de ese país. Se aprecian invasivos controles en la vida privada de los ciudadanos, bajo el argumento de las amenazas a la seguridad nacional, que tropiezan con la manera en que en otro tiempo se respetaba --casi que como algo sagrado--, el ámbito del mundo personal del individuo, sus derechos civiles y políticos. Se observa un proceso general, común al resto del mundo industrializado y occidental, al incremento de los inmigrantes y a lo que se ha venido denominando como un vaciamiento de las clases medias. Esto último ha sido un puntal histórico, clasista y simbólico, de la identidad cultural en el caso norteamericano.
La polarización entre riqueza y pobreza --o expresado en el lenguaje de la economía política, entre capital y trabajo--, es profunda y creciente. Estados Unidos es cada vez más desigual en tal sentido y la brecha no para de crecer. Los ricos son cada vez más ricos y los pobres son cada vez más pobres. No se trata solo de una división entre el mundo urbano y el rural, sino entre regiones e, incluso, dentro de las mismas ciudades, en las que florecen los suburbios. En muchas ciudades, anteriormente prósperas, se extiende el desempleo, el subempleo y se reduce la población, en la cual proporción de la clase media era más alta en las décadas precedentes. En las ciudades más ricas de la costa Oeste, donde se concentran las empresas tecnológicas, cada vez es más difícil vivir si no se trabaja en este sector y las personas sin hogar crecen exponencialmente. En tiempos recientes, tal situación ha dejado de ser patrimonio de California, registrándose un auge en el litoral del Este, en la que Nueva York representaba la capital financiera y cultural, pero que hoy se percibe ya también como una capital tecnológica. La marginalidad y el delito, como se sabe, abonan un fértil terreno para la violencia y la discriminación.
Se trata de un proceso doble y significativo. Junto a la crisis y caída de la clase media, se produce un crecimiento, en número y en volumen de ingresos, de la cúpula de las clases dominantes, lo que genera un nuevo tipo de desigualdad. Entre otros factores, los cambios tecnológicos y al auge del comercio internacional aumentan la demanda de trabajadores altamente calificados, limitando espacios y opciones para sectores sociales con inferiores niveles de educación y calificación profesional. Junto a la clase media, la obrera, en su connotación más convencional, incluido el sector de los trabajadores de servicios, es impactada también por el cuadro descrito. De ello se aprovechó, si se recuerda, la campaña electoral de Donald Trump en 2016, cuando movilizó a su favor a aquellos que nombró como “los olvidados”, que habían sido desplazados laboralmente por la globalización neoliberal, fomentando el clima populista que beneficia en cualquier latitud a las posiciones de extrema derecha y hasta fascistas.
Cada clase dominante construye una historia nacional que permite, refuerza y reproduce su dominio y control múltiple. Estados Unidos ha establecido a través de las ciencias sociales, los aparatos ideológicos del Estado y la cultura del entretenimiento un sistema en función de esa construcción, incentivando a la población a aceptar, a lo largo del tiempo, el estatus quo de dominación y jerarquía, promoviendo el mito de la excepcionalidad norteamericana y patrones de individualismo, racismo, nativismo y nacionalismo chovinista, como sustentos ideológicos de la explotación imperialista. El contexto actual reclama atención, sobre todo con vistas a comprender, en un entorno tan dinámico y cambiante, los funcionales mecanismos que han reforzado y reproducido el consenso requerido para el ejercicio de esa dominación. El papel de la cultura, en su sentido más amplio, es decisivo en la articulación de las relaciones de poder implicadas en ese consenso, en una sociedad en la que cada vez son más amplias las contradicciones y las desigualdades. Con la intención de motivar la reflexión y ampliar el horizonte de posibles lecturas, las presentes notas comparten con el lector referencias a obras de distintos géneros y a las circunstancias variadas que les condicionan, viabilizando el consentimiento y la legitimidad sin la cual no sería posible esa aquiescencia.
Es preocupante el hecho de que no pocos análisis tienden a basarse en obras producidas y difundidas por Estados Unidos, como eje de un sistema mundial que naturaliza el capitalismo como modelo. Así, suele suceder que en la literatura especializada que circula en Nuestra América se reproduzca la ideología dominante, a través de concepciones o narrativas de la ciencia política, la sociología y la historiografía burguesa, sin escrutinio crítico, posiblemente sin quererlo, en ciertos casos, o sin que siquiera se den cuenta sus autores. Esa pauta desborda, desde luego, el ámbito de las ciencias sociales. Impregna la cultura de la vida cotidiana, el contenido de los medios de prensa y de la extendida propaganda televisiva que desde el hogar acompaña la publicidad en los anuncios de las disímiles marcas que identifican a los bienes de consumo, desde la ropa y los alimentos hasta el champú y los detergentes. De alguna manera, se propaga así un prototipo o paradigma del éxito personal, dibujado de modo subliminal a partir de lo que considera la clase dominante, constituyendo una expresión de su poder simbólico. Con ello se dificulta el discernimiento de los mecanismos de poder referidos.
Una explicación gráfica de la complejidad e importancia de la dinámica perversa que está en juego la resumió Néstor Kohan en la entrevista que le realizara Rodolfo Romero en Cubadebate, a propósito de la publicación de su libro Hegemonía y cultura en tiempos de contrainsurgencia soft, publicado en 2021 por la editorial Ocean Sur. “La generalización para todo el orbe, y en particular para Nuestra América, del tristemente célebre american way of life --señalaba--, no se logra solo con grandes hipótesis y teorías, ni con sistemas formales de ideas. Tampoco con un editorial de un periódico oficial, sea The Washington Post o The Miami Herald. Se logra a través de películas románticas y de acción, a través de la música, la vestimenta y los gustos personales, inducidos mediante el marketing y toda una ingeniería de propaganda que opera en el campo del inconsciente colectivo, prostituyendo, incluso, los mejores descubrimientos de Freud.
¡Todo está sometido a la disputa y a la confrontación! Hasta las fantasías y los sueños más íntimos. El capitalismo no respeta nada, ni siquiera los ámbitos más privados de la intimidad que, para el sentido común, quedarían al margen de cualquier disputa geopolítica, cuando en la vida real eso no sucede”.
En un marco como el que hoy vive la sociedad norteamericana, ya en la tercera década del siglo en curso, con un clima psicosocial y una opinión pública contaminada por posiciones conservadoras, mirar, entender y explicar la historia y el presente de Estados Unidos requeriría sembrar ideas y conciencias, al decir del Fidel, cuando nacía la Batalla de Ideas, concebida como un combate para lograr el regreso del niño Elián, secuestrado en Miami por la contrarrevolución cubana exiliada en contubernio con el gobierno norteamericano. De ahí lo imperioso de conocer bien al poderoso Vecino del Norte, refrescando textos sugerentes, orientadores e informativos.
El pensamiento de Martí, como lo subrayaría con frecuencia Cintio Vitier, es un oportuno recurso en ese esfuerzo. “Los grandes principios políticos y éticos martianos --explicaba en el texto “Resistencia y libertad”, reproducido en la revista literaria La Letra del Escriba, del Centro Cultural Dulce María Loynaz--, son el antimperialismo, la militancia con los pobres y oprimidos, la República de trabajadores, el ejercicio íntegro de sí y el respeto, como de honor de familia, al ejercicio íntegro de los demás. Con estos cinco principios basta para dar fundamento martiano a nuestro socialismo y a nuestra democracia. Los dos últimos son los más difíciles de poner en práctica en la acosada trinchera en que cada vez más nos han convertido. Una trinchera no es un parlamento. El propio Martí, al decir trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra, aceptaba que, frente al enemigo, las ideas tienen que atrincherarse, unirse para una resistencia sin fisuras”.
Para cavar esas trincheras en un combate cultural, en el que se reaviva el esfuerzo imperialista en pro de una recolonización, la resistencia a través de las ideas requiere información y capacidad analítica, no se trata solo de compromiso revolucionario. Es oportuno acudir al conocimiento histórico con el prisma de las alertas citadas.
De alguna manera, Estados Unidos, como nación, puede entenderse como un pueblo mitológico, creado entre sueño o idealización, y mentira o falacia, que ha vivido (o pretendido vivir), y aún lo sigue haciendo, en una tierra y en un tiempo legendario. La tradición política liberal, el puritanismo evangelista religioso, el romanticismo literario, el sentimiento patriotero, la ideología de la supremacía étnico-racial blanca, son los nutrientes recurrentes en esa construcción cultural. El cómo y el por qué subyacentes en ese mito requiere de su desmontaje conceptual. En efecto, desde el preámbulo de ese documento fundacional en la historia de Estados Unidos, que es la Constitución de Filadelfia, aprobada en 1787, los llamados “Padres Fundadores” de la nación, comienzan a argumentar la visión engañosa, adormecedora, al escribir el primer párrafo: “Nosotros, el Pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar una Unión más perfecta, establecer Justicia, afirmar la tranquilidad interior, proveer la Defensa común, promover el bienestar general y asegurar para nosotros mismos y para nuestros descendientes los beneficios de la Libertad, estatuimos y sancionamos esta Constitución para los Estados Unidos de América”.
Howard Zinn se refiere a ello en su demostrativa y convincente obra La otra historia de Estados Unidos, publicada en Cuba en 2004, hace veinte años, al expresar que, con la frase inicial, “Nosotros, el Pueblo”, los autores de la Constitución norteamericana “intentaban simular que el nuevo gobierno representaba a todos los americanos. Esperaban que este mito, al ser dado por bueno, aseguraría la tranquilidad doméstica”. El engaño continuó generación tras generación, con la ayuda de los símbolos globales, bien fueran de carácter físico o verbal: la bandera, el patriotismo, la democracia, el interés nacional, la defensa nacional, la seguridad nacional”. Así, destacaba el fondo y la intencionalidad clasista de sus autores, entre ellos George Washington, quién sería, como se sabe, el primer presidente, entre 1789 y 1797. La importancia y trascendencia del libro de Zinn, cuya edición se agotó de inmediato, aconseja que, en algún momento no muy lejano, se profundice en un análisis sobre sus contribuciones.
Vale la pena mencionar, como complementos de lo señalado, al menos tres referencias tomadas del contexto cultural, entre las muchas que podrían arrojar más luz sobre el asunto.
La primera; un texto muy conocido en su momento, pero del que ya apenas se habla. Roba este libro, escrito por el activista Abbie Hoffman, que ejemplifica la contracultura de los años de 1960, con un prólogo y una introducción de Norman Mailer y Howard Zinn, respectivamente. La obra fue un bestseller, aunque no tuvo gran difusión en versiones traducidas al español, que con estilo satírico y mordaz se refería a Estados Unidos como el “Imperio Cerdo” (Pigempire), explicando que no era inmoral robar de él, y que, de hecho, lo inmoral era no hacerlo. Su mensaje se convirtió en emblema de los yippies --el grupo más politizado del conocido movimiento hippie--, que desafiaba la cultura del statu quo. Con esa inspiración se filmó, con sentido biográfico, la vida de Hoffman bajo el título Roba esta película, dirigida por Robert Greenwald, probablemente tan poco difundida como el libro, más allá de su contexto. Pero no está de más la referencia, dada su vigencia, como motivación posible para la reflexión del lector.
La segunda, remite a una novela de Sloan Wilson, titulada El hombre del traje gris (The Man in the Gray Flannel Suit), escrita a mediados de la década de 1950 y llevada al cine por el director Nunnally Johnson, que ofrece un cuadro típico de la vida cotidiana de entonces, pero que, en esencia, es la misma hoy, setenta años después. Ambas obras, la literaria y la cinematográfica, alcanzaron también popularidad en aquellos años. Son un retrato del conformismo de la clase media y del ajuste al sistema. En la sociedad norteamericana de aquella década, como refleja la sociología, buena parte de los hombres de clase media llevaban vidas similares: vivían en urbanizaciones en las afueras de las grandes ciudades, iban cada día a laborar en tren, vestían trajes de corte parecido, predominando el color gris, como trabajadores de “cuello blanco” (whitecollars) y, al llegar la noche, se relajaban con el trago que les había preparado su esposa. El mensaje: no se podía pedir más a la vida. Una casa modesta, funcional y confortable, hijos, una amante y comprensiva esposa y un sueldo razonable. Tras esa fachada de felicidad y acato del sistema, cierta angustia existencial. Pero era como un destino inexorable, que proveía de cierto confort, de un nivel de vida aceptable, que no generaba rechazo al sistema.
La novela y la película han sido consideradas por la crítica cultural como obras que supieron captar el espíritu de aquella época. Acuñarían la frase y la imagen: “el hombre del traje gris”, para resumir todo un estilo de vida. Reflejaban la historia de un individuo que intentaba encontrar el verdadero sentido de su trabajo y de su vida en la ajetreada sociedad de la segunda posguerra mundial, definida por el consumo y lo que se calificó como “cultura de masas”. La moraleja siempre apunta hacia la certeza de que cierto nivel de conformidad o resignación pudiera ser (o no) válido. Tal vez así asumido como legítima filosofía existencial basada en la adaptación personal al medio clasista, dominado por “otros”, sea que Joaquín Sabina haga suya la alusión en un disco homónimo, El hombre del traje gris, al mencionarlo en dos de sus canciones. Aceptar la captación del individuo por el sistema, concientizar su asimilación confortable a él, ¿sería equivalente a una sensación de éxito y bienestar, o de frustración y fracaso? Como en el caso anterior, la enseñanza implícita en el libro permanecería efímeramente, como limitada al tiempo en que ambas obras verían la luz, que, en el ulterior.
La tercera, con similar sentido, que redondea lo expuesto, se encuentra en el escrutinio la aproximación a la cultura, la vida diaria y la política en la sociedad norteamericana, que, con su peculiar estilo satírico, realiza Woody Allen, lo cual es conocido por sus películas, que recrean a menudo la vida de la clase media en Nueva York. Su agudeza pone de manifiesto el contraste entre el velado y verdadero semblante de esa sociedad y el disfraz que la encubre. Así, Allen consigue resumir lo apuntado en un texto incluido en su libro Cuentos sin plumas, publicado en España en 1991, que tal vez sorprenda al lector que desconozca esa faceta, la de escritor, del cineasta. “Nuestros líderes no nos han preparado para una sociedad mecanizada -señala-. Lamentablemente, nuestros hombres políticos o son incompetentes, o son corruptos. Y a veces las dos cosas en el mismo día. El gobierno permanece insensible ante las necesidades de los humildes”.
Completa su caracterización cuando agrega: “Después de las cinco, es rarísimo que nuestro hombre en el Congreso se ponga al teléfono. En vez de hacer frente a los desafíos, nos dejamos arrastrar por pasatiempos tales como la droga y el sexo. No tenemos objetivos claros. Nunca hemos aprendido a amar. Nos faltan líderes y programas coherentes. Carecemos de eje espiritual. El futuro ofrece grandes oportunidades. Puede ocultar también peligrosas trampas. Así que todo el truco estará en esquivar las trampas, aprovechar las oportunidades y estar de vuelta en casa a las seis de la tarde”.
La mirada de Allen coloca una sugerente perspectiva a la hora de examinar la realidad actual de Estados Unidos, en la que ha mermado la afiliación sindical, y el activismo de los movimientos sociales y fuerzas políticas calificables de izquierda. Si bien existen ejemplos, como el de Occupy Wallstreet, que confrontó al Tea Party, el de un Bernie Sanders o el de Black Lives Matters, lo cierto es que ninguno de ellos alcanzaría una capacidad opositora significativa de convocatoria nacional. El conformismo y la rutina de la vida cotidiana de la clase media, la del “Hombre del traje gris”, sin eje espiritual. condicionado por el “Imperio Cerdo”, se exalta con populares series televisivas como Friends y The Big Bang Theory, entre otros muchos ejemplos. En lugar de una articulación emancipadora pujante, contestataria, anti sistémica, contra hegemónica, son la añoranza nostálgica y la naturalización de la desigualdad quienes encuentran hoy resonancia actual en la cultura, el arte y los medios de comunicación. Las redes sociales digitales, las series y la diversificada producción de Netflix, por ejemplo, superan en funcionalidad la que tuvo Hollywood, la gran prensa escrita, al estilo del New York Times, el Washington Post o las célebres cadenas televisivas como ABC, NBC, CBS y Fox (si bien esta última conserva las mayores audiencias, dada su implicación con las tendencias de extrema derecha vigentes, como el “trumpismo”).
Es fundamental subrayar que la mentalidad de la clase media norteamericana opera como pieza clave, bisagra o enlace, desde el punto de vista de principios y valores compartidos, con el mosaico ideológico de la clase dominante --la burguesía monopólica y en la actualidad, su núcleo, la oligarquía financiera transnacional--, aunque posea un horizonte propio, Sus bases históricas permiten esa porosidad que extiende un consenso, entretejido con hilos comunes de individualismo, apego a la propiedad privada, nativismo, sentimientos de superioridad religiosa y racial, nacionalismo chovinista y xenofobia. En su conjunto, conforman diferentes combinaciones y se expresa con especificidades sociales y geográficas en el país, en un patrimonio común, del que son partícipes, por encima de sus diferencias, demócratas y republicanos, liberales y conservadores.
Una observación crucial, en opinión del autor de estas notas, para concluir el recorrido realizado, es la del comprometido intelectual y activista de origen palestino, Edward Said, reconocido por su sobresaliente estatura creativa y docente en la Universidad de Columbia, cuando fija la envergadura del reto y la posibilidad que se abre ante la resistencia antimperialista contra el poder simbólico estadounidense. “Cada situación alberga -señalaba Said- una disputa entre, por una parte, una poderosa red de intereses y, por otra, otros intereses menos poderosos amenazados con la frustración, el silencio, la asimilación o la extinción a manos de los poderosos”. Y agregaba que “para el intelectual norteamericano la responsabilidad es aún mayor y el desafío más complejo”, toda vez que “Estados Unidos es la única superpotencia mundial que interviene en casi todas partes y sus recursos de dominación son muy vastos, si bien distan mucho de ser ilimitados”. Los interesados quizás encuentren en alguna librería de segunda mano el texto, de pequeño formato, titulado La función pública de los escritores e intelectuales, publicado en 2007 por la Editorial de Ciencias Sociales. Sería una lectura muy oportuna, pues se trata de un ensayo que, como toda la obra de Said, se concibe dentro del entramado sociocultural y político norteamericano, pero proyectado en la lucha frontal contra el sionismo y el Estado de Israel, desde la causa palestina y del mundo árabe-islámico, que defendió con entereza, contra viento y marea.
El tema que se ha examinado es, obviamente, muy complejo. Requiere de abordajes sucesivos, conectando las reseñas realizadas -que han procurado solamente fijar hitos del pasado, insuficientemente conocidos, pero descollantes-, con referencias a pasajes más cercanos en el tiempo, y familiares al lector. Ello ya es objeto de reflexiones, que se compartirán próximamente.
*Investigador y profesor universitario.
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