Estados Unidos 1984: la reelección de Reagan y la “Revolución Conservadora” 40 años después (I)
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Como probablemente tiene claro la mayoría de los lectores, ya que se hace referencia a ello con recurrencia a través de las mesas redondas televisivas y diversos espacios informativos --televisivos, impresos, digitales, radiales-- de la prensa cubana, las elecciones presidenciales en Estados Unidos siempre tienen lugar cada cuatro años, el martes que sigue al primer lunes de noviembre. A diferencia de la pauta que suele colocar esos procesos los domingos, como en América Latina y otras latitudes (lo cual facilita la asistencia a las urnas, toda vez que no es un día laboral), en la sociedad norteamericana, en cambio, ello no ocurre un fin de semana.
A mediados del siglo XIX, Estados Unidos era aún una nación rural. En ese marco, se estableció legalmente en 1845 el día de la semana y del mes señalado, ya que la Constitución no definía una fecha específica. La razón mezclaba tradición religiosa, conveniencia económica y organización social de la vida cotidiana. Por un lado, la práctica de las inviolables misas dominicales asociadas al profundo compromiso evangélico descartaba el domingo. Por otro, el lunes no era adecuado, a causa del traslado de los votantes mediante caballos y carruajes, desde sus hogares alejados hasta los centros electorales, situados en las capitales de los condados, que implicaba ese movimiento desde el día previo, que no era posible, justamente, por su coincidencia con la citada actividad dominical prioritaria de entrega religiosa. El miércoles tampoco era viable, pues era el día de los mercados agrícolas, cuando los productores se ocupaban desde antaño de la venta de sus cosechas y los consumidores acudían a hacer sus compras. En aquel contexto, buena parte de la población se ocupaba de faenas agrícolas, no vivía en zonas urbanas, sino en parajes aislados y distantes. Se escogió noviembre porque en ese mes ya estaba concluida la cosecha y procedía la comercialización antes de la llegada del invierno.
Tras las recientes elecciones, y el consiguiente regreso de Trump, viene al caso recordar algo que contribuye a mirar de conjunto a Estados Unidos, recordando un pasaje de su historia que muestra el arraigo del pensamiento conservador y la simpatía que ha acompañado a la imagen de liderazgos presidenciales considerados fuertes, de afiliación partidista similar a la de Trump, que garanticen la preeminencia mundial del país, alimentando mitos y simbologías, como las del Destino Manifiesto y la Ciudad en la Colina.
En ese sentido, es oportuno tener presente un hecho trascendente en la vida política estadounidense: el martes 6 de noviembre de 1984 (es decir, 40 años atrás) tuvo lugar la reelección de Ronald Reagan, quién arrasó al ganar las elecciones en 49 de los 50 estados del país, pasando a la historia, hasta hoy, como el presidente más popular de Estados Unidos. Se registra por muchos análisis realizados desde las ciencias políticas y el periodismo bien informado que obtuvo, como presidente reelegido, los mejores resultados electorales desde 1936, y que, desde entonces, eso no ha sido superado. De cualquier manera, los resultados conducentes a la nueva victoria de Reagan, estremecieron la cultura política norteamericana. Los datos arrojan que aquél 6 de noviembre de 1984 asistieron a las urnas 101 millones, 878 mil y151 votantes, obteniendo Reagan 525 votos electorales, de la totalidad posible de 538 y de los 270 necesarios; y 54 millones 455 mil 472 votos populares. Con ello se trató de una victoria aplastante sobre su contrincante demócrata, Walter Mondale, quién ganó solo su estado natal de Minnesota y el Distrito de Columbia, recibiendo apenas 13 votos electorales y el respaldo de 37 millones 577 mil 352 votantes.
Tales cifras ilustran la significación del proceso aludido. Según ya se comentaba, los estudios especializados afirman que Reagan ganó mayor cantidad de votos que cualquier otro candidato presidencial en la historia de Estados Unidos. En términos de votos electorales, esa fue la segunda elección presidencial más desigual en la historia moderna de Estados Unidos, desde la victoria del candidato demócrata Franklin D. Roosevelt sobre el republicano Alf Landon, en 1936, e igualando la victoria republicana de Richard Nixon sobre la figura demócrata de George McGovern en 1972.
La importancia de esta apelación a la historia y la memoria toma en cuenta la significación de Reagan como exponente de la resonancia que alcanzó el amplio movimiento conservador en Estados Unidos en el decenio de 1980, lo cual se explica a partir de las crisis múltiples que se conjugaron en la década precedente. Sus efectos conformarían un entramado que posibilitó --como reacción ante los problemas que se acumularon en el país, así como frente a la imagen de debilidad del gobierno demócrata de James Carter y de la opción ideológica liberal que representaba--, el florecimiento de propuestas conservadoras de diverso signo, articuladas en una coherente coalición, que halló en Reagan el liderazgo que se necesitaba.
Es esa la circunstancia en la que arriba a la Casa Blanca, al presentarse como el salvador de la nación. Desde su primer período de gobierno, utilizó la consigna “América First” o “Estados Unidos primero”, popularizada por Trump mucho más tarde, atribuyéndosele su paternidad, que en realidad se originó en los años de 1920, manipulada incluso por el Ku-Klux-Klan, y refiriéndose además a lo imperioso de “Make America Great Again”, es decir, de recuperar la grandeza de la nación, lo cual distinguiría también a Trump, como su otra frase preferida. De ahí que la referencia a Reagan y a la “Revolución Conservadora” que impulsó, calificada por algunos como “la era de Reagan”, contribuya a entender mejor la dinámica con la que Trump dio lugar al ·trumpismo” o a la llamada “era Trump”, ofreciendo alternativas neoliberales, proponiendo la reducción del Estado, favoreciendo procesos de privatización, priorizando las “fuerzas ciegas” del libre mercado y una competencia feroz, apostando a la supremacía blanca y a la superación de la crisis de hegemonía de Estados Unidos, disputada hace 40 años con la Unión Soviética y el campo socialista y hoy con China y Rusia.
La reelección de Reagan representó la consolidación de la política de fuerza que venía desplegando desde que resultó triunfador en los comicios de 1980 y tomó posesión en enero de 1981, quebrando la línea que caracterizó la presidencia de Carter, visualizada como débil y fracasada, dentro y fuera de Estados Unidos, tanto al nivel de la opinión pública como de no pocos gobiernos de otros países, argumentándose su torpe manejo de la situación económica, sus tropiezos en la esfera internacional y la inconsecuencia de sus proyecciones ideológicas.
Habría que destacar que, en rigor, el período en que le tocó gobernar a Carter, desde 1977 hasta 1980, el entorno mundial era sumamente complicado. Se había desatado la crisis más profunda desde la “Gran Depresión”, en los años de 1930, con graves implicaciones para la sociedad norteamericana, apareciendo un fenómeno económico novedoso, que combinaba por primera vez una coyuntura inflacionaria con el estancamiento productivo, a lo cual se le llamó “estanflagción”. La derrota de Estados Unidos en Vietnam, por otro lado, tuvo un gran impacto psicológico e ideológico en la población, conllevando a la perfilación de lo que se conoció como “Síndrome de Vietnam”, lo que extendió a escala nacional una sensación de frustración, pesimismo y desencanto, ante la constatación de que la poderosa nació norteamericana se había debilitado en el terreno militar, perdiendo prestigio ante el mundo. El “escándalo Watergate” removió las bases del sistema político de Estados Unidos, propiciando una crisis de credibilidad que se enlazaría con los reveses en el ejercicio de la política exterior. Entre éstos, la victoria de la Revolución Sandinista en Nicaragua y los procesos descolonizadores en África, afectaron también al imaginario de la sociedad estadounidense, configurando todo ello el cuadro de crisis general ante el cual aparece la opción conservadora como una salida.
De manera que, en resumen, es en el fértil terreno de finales de la década de 1970 y comienzos de la siguiente donde aflora un proceso que (como rechazo de lo que se consideraba como excesos de las concepciones y políticas liberales, y portador de propuestas que restablecerían el orden tradicional y superarían las debilidades de los gobiernos demócratas que las habían auspiciado), reactiva las tendencias y organizaciones de derecha. El movimiento resultante es el que apoya la nominación de Ronald Reagan en las elecciones de 1980 e impulsa en esa década la “Revolución Conservadora”, en un esfuerzo por devolverle a la nación la autoestima, por recuperar la imagen de Estados Unidos ante el mundo y reparar las grietas en su sistema de dominación. La continuidad de este proceso se evidencia --más allá del paréntesis histórico que coloca la Administración Clinton durante casi un decenio en los años de 1990--, en el resurgimiento de la opción conservadora, con el doble período de gobierno de George W. Bush, y en una reedición no idéntica, pero con similar endurecimiento, con Trump, cuya presencia en la vida política y en la cultura norteamericana no abandona la escena con su salida de la presidencia en 2020.
Con Reagan, ya se indicaba, renacen los aires de la Guerra Fría, en el sentido de que la confrontación geopolítica bipolar entre los dos sistemas opuestos, capitalismo y socialismo, encabezados respectivamente por Estados Unidos y la Unión Soviética, se convierte en el eje de las proyecciones norteamericanas, renaciendo el principio de la “contención al comunismo” y la percepción de amenaza que alimenta todo el pensamiento estratégico con concepciones conservadoras, entre las que aparece el neoconservadurismo, la “nueva” derecha, la derecha religiosa evangélica, renace la tradición conservadora más antigua y el enfoque de políticas económicas neoliberales, que jerarquiza a la corrientes enfocada hacia la oferta y el monetarismo.
Se activa el viejo complejo-militar industrial, se interrumpen los diálogos Salt I y Salt II, encaminados al control de armamentos nucleares y se formula la Iniciativa de Defensa Estratégica, conocida popularmente como la “Guerra de las Galaxias. Estados Unidos declara, en esta nueva etapa de anticomunismo visceral, nuevas modalidades intervencionistas, que sustituyen a la contrainsurgencia, con las variantes referidas a las guerras de baja intensidad. Desde el punto de vista militar, se descarta la concepción de la “Destrucción Mutua Asegurada” por la de “Sobrevivencia Asegurada”. En el plano social doméstico, las variadas expresiones de intolerancia y discriminación cobran fuerza, apreciándose una ola de renovada orientación racista, xenofóbica, nativista y un clima antiinmigrante, junto a una ofensiva contra los movimientos de liberación nacional, procesos y gobiernos revolucionarios, emancipadores, progresistas.
El trasfondo conceptual y político lo aportan diversos centros de pensamiento o “tanques pensantes” y publicaciones teóricas que crean un consenso interno basado en percepciones de amenaza que construyen y reconstruyen la imagen del “enemigo”, que atenta contra lo norteamericano, sobre todo contra la identidad y la seguridad nacional. La “Revolución Conservadora, podría afirmarse, aporta una matriz, teórica y práctica, durante la doble Administración Reagan y el único gobierno de George H. Bush, es decir, a lo largo de más de un decenio. Luego del paréntesis que representó en los años de 1990 el repetido gobierno demócrata de William Clinton, resurgen aquellos aires, con el doble período republicano de W. Bush, a inicios del siglo XXI. Y algo parecido sucede cuando termina Obama su mandato y llega el turno de Trump. El soporte es el abanico de ideas que recorre la mencionada coalición conservadora, algunas de cuyas narrativas perduran con fuerza, hasta hoy, cuarenta años después, lo cual aconseja prestarle atención. De ello se ocupará la segunda parte de este artículo, en una próxima entrega de Cubasí.
*Profesor e investigador universitario.
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Javier Hernández Fernández
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