Veitía, el judo te llora
especiales
Despedir a un ser querido es de las cosas más difíciles que hay en la vida. Nadie nos enseña cómo enfrentarlo, pero todos en algún momento tenemos que pasar por eso.
Cuando la persona nos es entrañable a pesar de no tener lazos sanguíneos es igual de duro, pero cuando se deja una huella, el dolor es menos.
Ronaldo Veitía estaba ya de vuelta de todo. Luego de perder inesperadamente a su amada esposa, y ya lejos de los ajetreos de judoguis y colchones, el mundo le quedaba grande.
Estos últimos años estuvo viajando por medio mundo, invitado por todos los que reverenciaban su pedagogía, pero su alma estaba más cerca de aquellos que iba dejando en el camino. Tras enfermarse en España nunca lo dijo públicamente, pero sabía que estaba ante una de sus últimas batallas, y esa no quería librarla en otro campo que no fuera su añorada Cuba.
Su deseo se cumplió, y su último aliento lo dejó en su tierra, esa que está orgullosa de él, a pesar de polémicas y desencuentros usuales en el ser humano.
Porque nadie, ni siquiera quienes osaban criticarlo, podían soslayar su consagración y entrega a sus varias generaciones de Marianas, como siempre le gustó llamar a sus pupilas.
Al frente de esa gran responsabilidad que entraña dirigir a mujeres sentó cátedra, y ante no pocos obstáculos siempre supo crecerse y sembrar en sus judocas la semilla del decoro, la disciplina y la consagración, que son las mejores amigas (y enemigas) del talento.
Lo vi “batirse” muchas veces por sus muchachas, “luchar” bases de entrenamiento cuando no había dinero para pagarlas (gracias a su prestigio y carisma) y hasta dar el paso al costado cuando sintió que ya su labor estaba hecha. Como me dijo una vez, ahí dejó sus resultados para que quien viniera detrás supiera cuanto se puede hacer con sacrificio y entrega.
Desde su pequeño pueblito en las afueras de la capital partía diariamente, sin haber salido el sol todavía, para regalar su sabia y sacar el máximo al colectivo.
Sus “berrinches” eran antológicos cuando las cosas no se hacían adecuadamente, pero también su sensibilidad para lidiar con adolescentes marcadas por el amor, la separación familiar y el ansia de triunfo.
Me recibió en su casa cuando ya no era el Veitía que hacía temblar los cimientos del Inder cuando montaba en cólera y me ganó con su sinceridad y su desapego a las cosas materiales. Intercambiamos libros (él me dio uno de los suyos, de judo, por supuesto, y yo el mío de fútbol) y luego comentamos la lectura, vía electrónica.
Me abrió su corazón y lo vi emocionarse con algo tan sencillo como una canción (de Pablo Milanés), o cuando recordaba a su madre.
Veitía acaba de partir a otro lugar, pero dondequiera que vaya, el judo lo reverenciará. Las frases que tanto lo acompañaban seguirán resonando en los colchones, porque en el combate de su vida no existía la palabra Mate.
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