Un tatuaje post COVID-19
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Foto: tomada de xatakandroid.com
Una amiga me ha hecho una confesión: “Cuando esto de la pandemia sea solo un mal recuerdo, me voy a hacer un tatuaje”.
Ella es una señora de cuatro décadas y algo más, apegada a convenciones y un poquito chapada a la antigua, de esas que no andan por la calle en chancletas ni van a trabajar vistiendo camiseta, “porque no se ve bien”, argumenta categórica y desde el más absoluto convencimiento.
Por eso me pareció algo bien extraño que mi amiga, a quien llamaré Aurora porque no debo revelar su verdadero nombre, tomara tal decisión.
Hoy, es lo más normal y cotidiano ver brazos, piernas, espaldas, manos, cuellos y hasta rostros exhibiendo dibujos y letreros, desde los aburridamente clásicos hasta los más originales, algunos, verdaderas obras de arte.
Pero una treintena de años atrás, quizás más, llevar un tatuaje era visto de un modo bien distinto. Todavía recuerdo a mi abuelita apartándome discretamente de un señor con un brazo tatuado que aguardaba cerca de nosotras para entrar al Acuario.
La niña que fui le hizo un gesto de pregunta y ella, también con otro gesto, me dio a entender que luego vendría la explicación. Llegó minutos después, entre peceras y olor a mar: “Las personas que se tatúan no son gente de bien, casi siempre han estado presos o son del bajo mundo”, algo así me dijo y yo me encargué de no olvidar que, además de los piratas, una parte de “los malos” llevaban dibujado un aviso de que lo eran.
Mi amiga, y una buena cantidad de los nacidos en las décadas del 60 y 70, recibimos instrucciones parecidas mientras crecíamos exhibiendo una ingenuidad talla XL, a la vez que nuestros pantalones campana nos iban quedando cortos.
Como ciertos prejuicios y enseñanzas no se borran de un plumazo, me asombró mucho la declaración de Aurora, quien se encargó de explicarme su decisión: “Es que nunca como en estos tiempos de cuarentena pude valorar cuánto amo a mi marido. Si no hubiera sido por su compañía, por sus chistes, por su cariño… no sé cómo me las hubiera arreglado. Por eso quiero tatuarme sus iniciales, para llevarlo, además de en mi corazón, también en la piel”.
No supe qué decirle. Las decisiones de cada cual merecen ser respetadas. ¿Innecesario, ridículo, hermoso, conmovedor…? No sería yo quien opinara.
Con o sin agujas entintadas, muchas y muchos en esta etapa hicimos descubrimientos importantes o ratificamos otros que ya habíamos hecho. Yo, por mi parte, reafirmé quién es mi gran amor, mi otra mitad: mi esposo. Y a él ya lo he tatuado en mi existir con la mejor de las tintas, el día a día.
De todas formas, le propuse a Aurora: “Si quieres, te acompaño".
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