Torras, el pintor más longevo del mundo, va pincel en mano rumbo a los 110 años
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Foto: EFE
En 1912 se hundió el Titanic, el presidente del Gobierno español José Canalejas fue asesinado, comenzó la primera guerra de los Balcanes, el explorador Robert F. Scott llegó al Polo Sur y, entre otras muchas cosas, nació en Vigo Luis Torras Martínez, el pintor en activo más anciano del mundo, que este año avanza hacia su 110 cumpleaños con una asombrosa vitalidad.
Torras vive con su esposa María Jesús, quien a punto está de cumplir los 100 años, en una casa de Vigo de cuyas paredes cuelgan docenas de cuadros firmados por él, un autor que cada día se levanta a las 7:30 para ponerse delante de un caballete sin necesidad de encontrar una motivación especial para continuar pintando.
“El afán de superación. No se queda uno parado. Hay que mejorar, siempre hay que mejorar. Eso es suficiente para pintar”, afirma Torras en una charla con Efe en el centro de un estudio donde se amontonan los óleos, los caballetes y los pigmentos que él mismo combina para encontrar los colores que iluminan su obra.
“Es complicado, no es lo mismo que coger los tubitos que venden, no. Yo lo creo todo con los pigmentos”, asegura.
“Busco muchos ensayos, hago muchas clases de pintura, de fresco, de temples, de cáscaras de huevo, hay mucha cosa que buscar, y eso constantemente. Siempre quieres mejorar”, explica Torras, quien zanja: “Es la pintura, es mi vida esa”.
Los temas principales de la pintura de Torras son figuras humanas estáticas, paisajes, bodegones y naturalezas muertas, y buena parte de su obra está en la Casa das Artes de Vigo, donde se encuentra la Colección Torras, pero también hay obra suya en el Reina Sofía de Madrid, en el Museo Quiñones de León de Vigo, en el Museo de Pontevedra o en el Museo de Arte Contemporáneo de Santiago (CGAC).
“Cualquier cosa sirve” de inspiración a la hora de empezar a pintar, dice Torras para explicar de dónde sale un trabajo que él no busca, sino que lo encuentra: “El otro día me encontré un mendigo, y me emocionó y me fusioné con él”, dice.
Se confiesa seguidor de artistas como Piero della Francesca, del que admira la luminosidad que consigue en sus frescos, o de El Greco y Leonardo da Vinci, “superpintores” de los que “tenemos que aprender todos mucho”; así como destaca también la obra del español Daniel Vázquez Díaz, “un gran pintor que no se nombra mucho”.
Conversa animado Torras en pie sin que se le adivine una sola flaqueza, salvo una persistente sordera que lo acompaña desde la Guerra Civil; tan lejos llegan sus recuerdos.
“No saben lo que fue la guerra, no tienen ni idea. La memoria histórica es esto que me ha jorobado el oído. Me pegaron un balazo ahí y me ‘escarallaron”, relata el pintor, al que hay que hablar a gritos para que fluya una conversación que inevitablemente recorre el pasado para llegar a los tiempos de blanco y negro, donde sitúa el más emocionante y también el más angustioso momento de su vida.
“Emoción cuando se acabó la guerra. Coño, te jugabas la vida cada día. Lo pasamos mal. La gente no sabe lo que es dormir en tierra, levantarse y hacer cosas”, asegura de un conflicto que le pilló de vacaciones en Galicia cuando era estudiante en la Escuela de Bellas Artes San Fernando de Madrid.
“Voy a contar una anécdota de la guerra: una noche salíamos de las trincheras y me encontré con un tío de Arbo (Pontevedra). Qué hay, cómo andamos, empezamos a charlar. Y me dice él: mire usted, yo si pudiera irme ahora a mi casa y sólo tuviera para comer un cacho de pan de maíz y una sardina era el hombre más feliz del mundo… No quería más. Cuando se acabó la guerra, pues fue la felicidad para todos”, explica el artista.
La mayor angustia se la proporcionó la segunda guerra mundial: “Joder, que se mataban unos y otros. Gente que muere a montones. Me río yo de la pandemia y todas las ‘caralladas esas”, afirma hoy.
A su edad, Torras dice no esperar mucho más de la vida salvo buscar “la perfección” de su trabajo: “Hacer una cosa que sea como Dios manda y al menos que no pierda el juicio, que pueda expresarme”, afirma.
De su legado se preocupa poco y de cómo se le recuerde, todavía menos: “Cuando me muera se acabó y a hacer puñetas, ¿no? No tengo afán… A burro muerto, cebada al rabo”.
Asegura, sin embargo, que se siente satisfecho con saber que ha dejado huella en sus alumnos de pintura, algunos de los cuales le visitaron 50 años después de haber pasado por su aula para reconocerle su efecto sobre ellos, lo que confiesa que le emocionó.
Por lo demás, continuará pintando cada día con la única esperanza de hacerlo, si es posible, cada vez mejor, mientras emplaza a los presentes a seguir charlando de pintura y sus recuerdos el año que viene, cuando se encamine a los 111, por supuesto, frente a un óleo y con un pincel en la mano.
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