Su Majestad, Martin Scorsese

Su Majestad, Martin Scorsese
Fecha de publicación: 
15 Junio 2020
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Parece una maldición, un incómodo sambenito al que de alguna manera se debe haber acostumbrado.

Luego de que al menos tres de sus títulos, según expertos, hayan figurado en lo mejor de las cien películas de los años noventa en todo el mundo —Goodfellas (1990), The Age of Innocence (1993) y Casino (1995), la primera, a la cabeza del ranking—, en lo que va del siglo xxi no se ha esperado menos de los más recientes filmes de Martin Scorsese. Eso sí, ha tenido que contentarse, regularmente, con las varias nominaciones al premio más codiciado del cine.

En estos veinte años, marcados sobre todo por dos experiencias estéticas que balancearían las recepciones críticas en las antípodas —The Departed (2006), con cuatro premios Óscar, entre ellos el de mejor director y mejor película; y Silence (2016), que pasaría sin penas ni glorias a pesar de su interesante renovación discursiva—, cada propuesta de Scorsese ha demostrado cómo la experiencia consolidada le permite, con estatuillas o sin ellas, una estadía prolongada en la cumbre.

Sin dudas, se trata de una permanencia de longa data que a nadie molesta y, en realidad, a mí tampoco: a cada película suya el reconocimiento con o sin demasiado ruido; la veneración solemne sobreviene como cuando se le mira a un rey de glorias pasadas, que no ha perdido, empero, su casta, ese aire de majestad del que hace gala aunque ya no lleve la corona.

Era previsible que con El irlandés (The Irishman, 2019), adaptación de la novela I Heard You Paint Houses, de Charles Brandt, sucediera lo mismo. El retorno a los temas más caros a los espectadores pendientes de su fílmica se tomaba como un reciclaje de Mean Streets (1973), Goodfellas o Casino, en el que sus actores fetiches otra vez ponían sus rostros a la historia.

Hay, sin embargo, un pequeño detalle que tal vez animara a Scorsese, junto con Robert De Niro, a producir cada cimiento de esta película: la contextualización sociohistórica, en sus convulsiones más neurálgicas, se reviste del trasfondo político con el cual The Irishman complementa lo que puede considerarse como parte de una tetralogía sobre los avatares de la mafia norteamericana del pasado siglo.

Si en las anteriores películas el relato se circunscribía exclusivamente a reflejar de qué forma los rizomas del crimen organizado participaban y llegaron a dominar gran parte del escenario económico, social y cultural de los Estados Unidos, con sutiles menciones a sus intereses en el ámbito político apenas circunscritos a un determino escenario local —Las Vegas o Nueva York, por solo mencionar dos ejemplos—, con The Irishman se asiste al revelamiento de una escalada que tomó, sobre todo a partir de los años cincuenta, las riendas del destino político no solo en el contexto norteamericano, sino también más allá de sus fronteras.

Al margen de lo que pueda considerarse o no ficción, variaciones y/o convergencias con su original literario, The Irishman indaga en los pormenores en torno al proceso de génesis de la plutocracia norteamericana, en el preámbulo de la Guerra Fría. Las menciones al triunfo de la Revolución cubana y el fracaso de la invasión por Bahía de Cochinos, con las pérdidas significativas que generaron para los principales cabecillas que controlaban el poder económico y político en el país norteño y posteriores ajustes de cuenta, explican de qué forma todo ejercicio del poder tras bambalinas, muy perverso y oscuro, se instituyó realmente como el verdadero poder. Y en medio de ese revelamiento, de nuevo el interés por el drama personal, la obsesión autoral por la inmersión de un conflicto otro, mucho más devastador, al interior del personaje.

La entrada, ascenso y ocaso de Frankie (Robert de Niro) al mundo del crimen organizado se ha entendido, en su afán de “secuela”, como un guiño salutatorio de Scorsese a sí mismo y a sus obras anteriores; el regreso del rey a su laberinto de temas afines y más ansiados por los seguidores de su filmografía. Pero esa lectura impide acceder a un registro ideológico mucho más complejo que se asienta en la observación de los vaivenes de una psicología conflictuada: las estrategias de supervivencia del sujeto, amparadas en el dilema moral que le impone su adherencia a los códigos de una ética del crimen.

Si en Mean Streets todavía quedaban desdibujadas las fronteras de la permisibilidad amoral de los protagonistas —de ahí buena parte de la insatisfacción de Scorsese y la crítica en relación al resultado estético de esta película—, si en Goodfellas y Casino esas posturas se mostraban, al final, irreconciliables con el deber-ser del sujeto social que asumía la regeneración como estrategia de anclaje en su nuevo modo de vida, alejado de toda práctica criminal y recordada, en síntesis, con cierto tono nostálgico, en The Irishman esa permisibilidad amoral configura el carácter del sujeto criminal y hace de ese modo de vida una ética que se mantiene incólume hasta el final de sus días.

Es cierto que en los anteriores filmes el énfasis en los códigos del discurso mafioso desbordaban los saltos dramáticos y perfilaban los rumbos del relato cinematográfico y sus personajes. Pero en ellos primaba más el sentido estético como resultado en función de la espectacularización de la violencia y del engranaje del dispositivo genérico en tanto producto comunicativo.

En The Irishman esa esteticidad está presente en un grado menor, como a discreción —de ahí esa pátina metafórica, la de “pintar casas”—, porque a mi juicio prevalece un mayor interés en el calado de la psicología individual desde la cual explicar las complejidades de las prácticas criminales y cómo estas modelan la conciencia y el carácter del sujeto. Es decir, la amoralidad de su ética que tiene todas las características de un código de honor. Por eso es comprensible la reacción del padre mientras escucha las confesiones de Frankie como si se tratase de una historia común y, a pesar de su perseverancia, tampoco comprende lo inútil de arrancarle la más mínima señal de arrepentimiento.

Lo mejor de esta película es su propósito de establecer contrapunteos al debate moral, que no escapa de la finalidad didáctica, es cierto, pero aun así consigue trascender la psicología del personaje para establecer un diálogo hospitalario con el espectador. Revelar, desde la subjetividad del conflicto, la relativización de la ética entrevista en sus más abyectos meandros.

Entonces el espectador se sorprende hasta qué punto es capaz su mímesis, de qué forma somos capaces también de generar sentimientos empáticos con los vestigios de un sujeto supernumerario. Y claro, como ya señalé en un trabajo anterior, a propósito de Silence, The Irishman no escapa a esos lugares comunes en la filmografía scorseseana: la preferencia por un relato de solidez emocional, equilibrado en la conformación de los ítems que caracterizan lo específico cinematográfico.

Para nada resulta una novedad que cada película de Scorsese privilegie su asidero al conflicto interno del personaje sin importar cuanto pueda ser de trillado su tránsito por la espesura. Siempre asomará el detalle, algún tic, un nervio de quien ha acumulado experiencias en la observación y conocimiento de la condición humana. Habrá que ver —y adelanto aquí un tema para un trabajo de próxima aparición— de qué forma esta cinta, junto a The Age of Innocence y Silence, nos proponen las más complejas psicologías en la ya imprescindible filmografía de Scorsese.

En relación a la parte fictiva de la contextualización histórica, mis palmas al tratamiento de dos grandes mitos sociopolíticos en la historia más reciente de los Estados Unidos: Jimmy Hoffa (Al Pacino) y el asesinato del presidente John F. Kennedy. Las ilaciones entre un acontecimiento y otro, así como la explicación respecto a la desaparición física de Hoffa —todavía un misterio— son sencillamente espectaculares.

Pero no sorprende Scorsese en su voluntad de renunciar al ocultamiento de la voz narradora. Esa apetencia de innovación ya mostrada en The Age of Innocence, Goodfellas y Casino, y más tarde condensadas en Silence —donde asoman con mayor nitidez e incluso, de un modo mucho más acabado que en sus antecesoras— es el sello de una marca registrada que los espectadores esperamos ver, acostumbrados a las variaciones de la focalización intra/interdiscursiva del texto fílmico.

Pero en The Irishman resultan gags bien discretos, se apela a ellos como parte de la identidad de un mainstream estético, tal vez ya difícil de superar por él y a sí mismo. Tampoco sorprende esa peculiar manera de mostrar personajes que se saben representados, así como la incógnita en torno a la fisonomía del narratario testigo directo, solo revelado al final de la película. Tratándose de un filme de Scorsese, es lo que siempre se espera.

Me ahorro, por innecesarios, los comentarios a la dirección de arte que asume, como siempre, una caracterización epocal que no deja resquicio al descrédito estético. La dirección de actores pulsó el piloto automático y descansó confiada porque con la tríada de De Niro, Joe Pesci y Al Pacino no tiene parangón la barbaridad más estremecedora, sobre todo cuando esos grandes del cine se juntan en escena. Eso sí, ha hecho un excelente trabajo el supervisor de efectos visuales que, al parecer, mandó a esos veteranos a darse un baño en la fuente de la eterna juventud.

Te digo mi nota: 4,5. ¿Qué puede reprochársele a esta película? Vaya, digamos, para buscarle las cosquillas. Al menos dos cosas me llaman la atención. La primera, de poca importancia, es la sensación que tengo de ver a los mismos extras saltando de escena en escena durante los mítines de Hoffa, algo que me resulta inconcebible, máxime cuando estas reuniones se realizan en ciudades muy distantes. Algunos rostros creo se repiten, pero claro, como el travelling y otros planos medios de la cámara son tan rápidos, solo es posible darse cuenta desde la tranquilidad de una butaca hogareña y las bondades del ordenador que nos permiten pausar el metraje.

La segunda, y más llamativa, tiene que ver con De Niro. ¿Por qué, mientras recibe de Joe Pesci la encomienda de asesinar a Hoffa, decide mirar a cámara tres veces? Al principio no me explicaba cómo Scorsese había pasado por alto ese detalle en la edición y no repitió la escena, pues consideraba que se trataba de un desliz del actor. Pero ¿cómo no ver también, con la repetición del gesto, un enmascaramiento del desaguisado que aporta un nuevo sentido a la conciencia de la representación?

Es sabido que Scorsese les concede a sus actores la posibilidad de innovar mientras desarrollan sus escenas. Sin embargo, todavía esta en particular ronda mi memoria y, mientras más la repaso, quedo con la intriga de cuánto hay en ella de apego o improvisación.

Vuelvan a verla ustedes y me dicen.

 

 

 

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