Sin rastro nuclear
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Fotografía tomada de https://www.nationalgeographic.es
Uno de los peores peligros para la humanidad es la proliferación de armas nucleares. Es increíble cómo el ser humano intenta destruir todo a su paso, no le basta con acabar con la naturaleza en su avance, también innova sobre cómo ser más certero con la exterminación y el sufrimiento de nuestra propia especie. Y eso es lo que se consigue con el armamento nuclear.
La ciencia ha progresado muchísimo, con importantes aportes a la industria bélica; de hecho, ese es uno de los campos con mayor desarrollo, y las armas nucleares, de todas, son las más devastadoras.
La energía nuclear es tan poderosa que es capaz de arrasar con cuanto se encuentre. En el mismo sitio donde ocurra una explosión son liberadas grandes cantidades de componentes químicos letales.
Hasta el momento solo dos veces en la historia fueron detonadas bombas atómicas. Y fue más que una masacre, no existe grado superlativo para calificar el desastre ocasionado. Todos conocemos los episodios. Recordemos cómo hacia el final de la Segunda Guerra Mundial el ejército de Estados Unidos dejó caer armamento de ese tipo (Little Boy y Fat Man) sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945. Recordemos también que el saldo inmediato fue de miles de muertos civiles y miles que luego murieron por sobredosis de radiación. El mundo no sabía a lo que se enfrentaba.
Sin embargo, aún sin estallar el proyectil en zona poblada, la sola manipulación de sus partes resulta altamente peligroso. No debería existir. El camino de su concepción es espinado desde el inicio, incluye la etapa de preparación, investigación y pruebas. Por tanto, un entorno sin este tipo de instrumento de destrucción es más que un deseo, y por eso, cada 29 de agosto se celebra el Día Internacional contra los Ensayos Nucleares, constituye una de las pocas oportunidades que tenemos de alzar la voz para que nunca más se vuelvan a emplear.
Ya sea por cuestión investigativa o no, una explosión nuclear es igual de terrible. Las nubes radioactivas que son liberadas con gases y partículas en una detonación dejan un paisaje desolador, contamina en extremo. Si la energía masiva que se expulsa mata de inmediato a cualquier organismo cerca del epicentro, incluso a varios kilómetros de distancia la temperatura puede quemar y la presión dañar pulmones y provocar hemorragias, en la misma medida queda intoxicado suelo, aire, agua y mar, así como todo cuanto entre en contacto con estos elementos.
Los científicos aseguran que tales efectos pueden perdurar millones de años, y como es lógico el daño ecológico es considerable, y si perjudica la naturaleza también al ser humano.
Por muchos años el mundo vivió en tensión porque se sabía que algunos Estados poseían material nuclear y para hacerlo saber repetían maniobras ostentosas. Aunque no es el mismo escenario de épocas pasadas, y los avances son notables en el camino hacia la desnuclearización, falta mucho por hacer porque aún existe resistencia.
Con un poco menos de ruido hoy estas condiciones persisten. Gobiernos influyentes se empeñan en demostrar su poderío militar de última generación, y esto sucede porque vivimos en un mundo inestable, temeroso, y egoísta, donde las implicaciones importan menos que generar caos. No piensan en que sus secuelas son casi eternas y que puede repercutir en la vida de todos. Al contrario, son actitudes egocéntricas, prepotentes, y esas acciones solo exacerban intimidaciones e inquietudes políticas.
Fotografía tomada de https://www.nationalgeographic.es
Por lo general las pruebas se hacen, supuestamente, en zonas despejadas como desiertos o pequeñas islas, tanto a ras del terreno como subterráneas, y por eso islotes del océano Pacífico desaparecieron por completo.
También bajo el mar o cerca de la superficie marítima es otra de las locaciones empleadas para los experimentos, pero ni siquiera allí deja de ser catastrófico porque consigue desplazar grandes cantidades de agua y vapor radiactivo, destruye todo a su alrededor.
En ambos casos grandes masas de especies de animales sufren su impacto porque no existe manera de controlar la vida silvestre, además, en la actualidad muchas de esas áreas poseen niveles elevados de radiación.
De igual forma pueden hacerse en la atmósfera y la estratósfera. Del primer caso preocupa la lluvia radioactiva. Un ejemplo importante de sus graves consecuencias data de hace casi 70 años cuando Estados Unidos realizó un ensayo sobre las Islas Marshall, donde el resultado fue considerado la peor calamidad radiológica de la historia al contaminarse civiles y militares.
Cada vez que se hizo —y se hace— una detonación nuclear, con el fin que sea, no se tuvieron en cuenta los daños a poblaciones y ecosistemas.
Sus efectos nocivos se conocen desde el minuto cero, y a pesar de los reiterados llamados, por mucho tiempo poco se hizo para detener los ejercicios, al contrario, se convirtieron en demostraciones de poder en escalada con momento cumbre durante la Guerra Fría.
El año 1996 trascendió porque gran cantidad de naciones firmaron el Tratado de Prohibición Completa de Ensayos Nucleares, y las pruebas continuaron. Es cierto que, en menor medida, pero insuficiente.
En la actualidad no basta con hacer actividades como conferencias o exposiciones, los esfuerzos serán en vano si el mundo repite una sola, la más pequeña, de las experiencias pasadas, porque con toda seguridad el costo será elevado para las personas y el medioambiente, irreversible probablemente.
Por eso insistimos en que es exiguo dedicarle dos o tres jornadas al año a este tema, la labor debería ser diaria para sensibilizar y educar que lo mejor es contribuir a la paz y la salud del planeta, que podamos vivir libres de amenazas de este tipo, y para ello es fundamental que los gobiernos se responsabilicen, sobre todo aquellos con capacidad nuclear, que salgan del discurso y la retórica, ratifiquen los tratados de desarme y cumplan.
Un mundo con armas nucleares no es necesario.
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