OBITUARIO: Pablo Armando Fernández, poeta y narrador
especiales

El destacado escritor cubano falleció este martes a los 92 años de edad.
Como los niños de una de sus novelas más célebres, Pablo Armando Fernández se despide. Deja una de las obras más sólidas de la narrativa cubana del siglo XX. Y lega, también, un cuerpo lírico extraordinario: era un poeta de honduras, las suyas fueron inspiradísimas recreaciones de su contexto y de su mundo interior. Vislumbró, de hecho, el aprendizaje de la muerte, en versos que van de la desesperación a la melancolía: Como un actor que olvida de repente/ su papel en la escena,/ desesperado grito:/ ¡Aquí estoy!/ Pero nadie responde, nadie me ve./ Hasta que llegue el día y con su luz/ termine mi ejercicio de aprender a morir.
Pero Pablo Armando fue en realidad un aprendiz de la vida, como le confesó una vez a este redactor: “Construye cada día al menos una pequeña pared de tu castillo. Vivir es construir”.
Nació en el Central Delicias, actual provincia de Las Tunas, y ese tiempo singular de los pequeños poblados transcurre en muchas de sus obras. Ese tiempo es una dimensión múltiple, que apresa también evocaciones de infancia, retazos de la memoria. Su prosa fue siempre diáfana, pero nunca simplona. Son textos que dialogan sin traumas, por esa capacidad de tender puentes a la sensibilidad más popular, sin traicionar una vocación poética.
Pablo Armando Fernández recibió múltiples reconocimientos, desde aquel recordado Premio Casa de las Américas de 1968 por Los niños se despiden hasta el Premio Nacional de Literatura de 1996. Fue distinguido por el Estado Cubano y por varias instituciones internacionales. Su aporte a la literatura hispanoamericana de la segunda mitad del pasado siglo se estudia en varias universidades de América Latina, Estados Unidos y Europa.
Es que la suya es una obra inmensa: más de una treintena de libros, entre novelas, poemarios y ensayos, prologados muchos de ellos por importantes escritores y especialistas del hemisferio.
Y grande también fue su compromiso con la sociedad que lo acogió. Su hoja de servicios públicos incluye la dirección de publicaciones, labor diplomática e intensa vida académica.
Pedro Pablo Fernández es uno de los grandes de la literatura cubana de todos los tiempos. Su patrimonio esencial, negro sobre blanco, pertenece a la cultura nacional y a los hombres y mujeres que honró con su obra y que son, él lo tenía muy claro, la materia fundamental de los libros y los sueños.
TRES POEMAS DE PABLO ARMANDO FERNÁNDEZ
Parábola
Mi madre quiere que yo sea feliz, quiere
que yo sea joven y alegre;
un hombre que no tema al paso de los años,
ni tema a la ternura y al candor
del niño que debiera ser
cuando voy de su mano y la oigo repetirme
–para que no lo olvide– éstas y otras nociones.
Mi madre no quisiera avergonzarse de mí.
Mi madre quiere que no mienta, quiere
que sea libre y sencillo.
No quisiera verme sufrir,
porque el miedo y la duda
son males que padecen los adultos,
y ella quiere que yo sea su niño.
Cualquiera que nos viese
no la comprendería: en edad coincidimos
–no quiere que lo diga–,
aunque ella me dio vida
cuando tenía los años que tengo hoy.
Podríamos ser hermanos, ella un poco mayor.
Podríamos ser amigos: su memoria y la mía
corresponden a un tiempo en que ambos fuimos jóvenes.
(Yo era menor, pero recuerdo verla cantar feliz
entre sus hijos, compartir nuestra infancia).
Mi madre quiere verme luchar a toda hora
contra el dolor y el miedo.
Sufriría si supiera que a mi edad,
la de ella entonces cuando me dio a la vida,
yo soy su viejo padre y ella mi dulce niña.
Aprendiendo a morir
Mientras duermen mi mujer y mis hijos
y la casa descansa del ajetreo familiar,
me levanto y reanimo los espacios tranquilos.
Hago como si ellos –mis hijos, mi mujer–
estuvieran despiertos, activos
en la propia gestión que les ocupa el día.
Voy insomne (o sonámbulo) llamándoles,
hablándoles;
pero nadie responde, nadie me ve.
Llego hasta donde está la menor de mis niñas:
ella habla a sus muñecas, no repara en mi voz.
El varón entra, suelta su cartapacio de escolar,
de los bolsillos saca su botín:
las artimañas de un prestidigitador.
Quisiera compartir su arte y su tesoro,
quisiera ser con él. Sigue de largo:
no repara en mi gesto ni en mi voz.
¿A quién acudo? Mis otras hijas ¿dónde están?
Ando por casa jugando a que me encuentren:
¡Aquí estoy!
Pero nadie responde, nadie me ve.
Mis hijas en sus mundos siguen otro compás.
¿Dónde se habrá metido mi mujer?
En la cocina la oigo; el agua corre,
huele a hojas de cilantro y de laurel.
Está de espaldas. Miro su melena,
su cuello joven: ella vivirá…
Quiero acercármele pero no me atrevo
―huele a guiso, a pastel recién horneado―:
¿y si al volver los ojos no me ve?
Como un actor que olvida de repente
su papel en la escena,
desesperado grito:
¡Aquí estoy!
Pero nadie responde, nadie me ve.
Hasta que llegue el día y con su luz
termine mi ejercicio de aprender a morir.
Lo que sé
Yo que he hablado en lenguas
Conozco la piedad que mora en las palabras:
Llovizna, asilo, hospital, penumbra.
Conozco la aflicción
que estas palabras ponen en el ánimo.
El fervor de conocer al triste.
Yo que lo sé,
Que he sido pobre, extranjero, sombrío.
Sé también que hay que humillarse
más allá del ruego,
hacia la sangre hasta dejarla limpia,
hasta sentir su transparencia
cuajada en la mirada,
hasta poder mirarle el rostro a la inocencia
Añadir nuevo comentario