¿La sabiduría al sillón?
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«Cuando habla un anciano, el alma descansa, confía, espera, sonreiría si tuviera labios, y parece que se dilata en la paz». Así escribía Martí con ese decir que estremece y anida en el pecho.
Sin embargo, no siempre se hace práctica ese respeto y reverencia a la sabiduría de los ancianos.
En casa, en la calle, no pocas veces cuando el abuelo intenta dar su parecer o consejo, se le escucha solo por cortesía, y a veces ni se le deja esa oportunidad. Como si ser anciano fuera una condición que descalificara cualquier juicio certero.
«Él sabe, tiene experiencia, pero ya está muy viejo para eso», se ha escuchado en alguna que otra reunión de trabajo cuando se busca a alguien para dirigir algún proceso o colectivo.
Tampoco han faltado aquellos que han propuesto a alguien jubilarse «para dar paso a la juventud». Eso, sin importar cuánto saber acumulado, capacidad y experiencia acompañan a esa persona mayor, y como si ser joven fuera absoluta garantía de éxito por la única razón de una fecha de nacimiento.
De hecho, no pocas veces el vocablo viejo es usado con una intención peyorativa o de insulto.
Y qué paradoja que así suceda cuando la historia de la humanidad está repleta de ejemplos que demuestran el potencial de la vejez.
Un anciano en un sillón, óleo sobre lienzo, de Rembrandt, 1652. Foto: tomada de artelista.com
En las antiguas culturas, llegar a una edad avanzada era de por sí un privilegio y, por tato, objeto de veneración. La longevidad era el orgullo para el clan, cuyos chamanes, brujos, sanadores, los encargados de enseñar o impartir justicia, eran por eso mismo personas de avanzada edad.
Goethe publicó su Fausto cuando tenía 80 años, Verdi estrenó Otelo a los 74 años, Cervantes escribió la segunda parte de El Quijote a los 68… y son ejemplos solo del campo de las artes.
Muy recientemente, la NASA se vio obligada a recurrir a un grupo de empleados que ya había jubilado para salvar el telescopio espacial Hubble. Una computadora de más de 30 años en ese telescopio falló de manera repentina y los actuales encargados no sabían cómo interactuar con ella.
En Cuba, no solo a jóvenes debemos los más grandes aportes a la ciencia y la salud hechos por este país en su historia. Tampoco las recientes vacunas anticovid-19 creadas en esta Isla son debidas exclusivamente a científicos jóvenes. Un saber colectivo y acumulado, abonado por saberes de muy diferentes edades, permitió esos resultados que hoy nos enorgullecen y salvan.
Carlos Juan Finlay no era un jovencito cuando descubrió al agente transmisor de la fiebre amarilla. Foto: tomada de aldia.icrt.cu
Sin embargo, permanecen, como hierbas malas bien enraizadas en el imaginario social, los prejuicios con respecto a la ancianidad. Ello, a pesar de las voluntades y políticas por una vejez satisfactoria, y sobre todo, a pesar y contradictoriamente con los datos demográficos, que distinguen a la población de esta Isla como la más envejecida de Latinoamérica y una de las más envejecidas del mundo.
Convendría a cada cubano mirar una y otra vez a su alrededor para constatar, si aún no lo ha hecho, cuántas cosas importantes han asumido las personas mayores en estos tiempos difíciles: desde grandes aportes en todos los ámbitos del saber hasta esas pequeñas y cotidianas contribuciones que ayudan al sostenimiento de un hogar.
Por eso y porque la sabiduría es uno de los más preciados bienes asociados a la ancianidad, habría que seguir haciendo intentos por desterrar el prejuicio de que ser anciano es ser una persona necesariamente limitada o impedida.
Envejecer y saber hacerlo suele ser una obra difícil, admirable. Por eso, sentar en el sillón a esa sabiduría y ponerla a darse balance en soledad y silencio es uno de los mayores e imperdonables desperdicios.
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