La Habana: Coles a dieta y con moraleja
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Sucedió en un célebre agro de La Habana. Creo que yo ya había tocado, apretado, «levantado en peso» (poco peso) aproximadamente la mitad de las coles de aquella tarima, tratando de adivinar alguna que valiera la pena lo que costaba (muchos pesos).
En esas andaba, taciturna, circunspecta, meditabunda y todo lo demás que dice Reinier en sus narraciones, cuando la voz de Mamita me sacó del trance: «Pero, papito, ¿y yo cómo me voy a poner ricota, si tú me vendes estas coles recién nacidas a 120 pesos?»
El vendedor nada más la miró y, como decían en mi primaria, le reviró los ojos e hizo el sonido que los cubanos conocemos como «freír huevo». La verdad, era un mujerón lo que tenía delante, del tipo que hubiera inspirado a Wilson, pero no solo le abundaban las curvas, también las ocurrencias:
«Ah, no, papito, ya entendí: no son recién nacidas, es que tú las tienes a dieta, pero mira, te lo digo por experiencia, ponlas también a hacer hierro, que están flojitas».
Esta vez ya fue demasiado para Papito y habló: «Oye, mamita, si no te gustan, déjalas ahí y no critiques tanto».
Nada, yo tampoco compré; más bien, tomé una decisión inspirada en el diálogo de Mamita y Papito, pero sobre todo en el precio y la calidad de los vegetales en cuestión: ya que lo de hacer hierros no me cuadra, tampoco haré dieta, para no quedarme flojita, y al que no le guste, que me deje ahí y no critique tanto.
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