Enrique Molina en su pueblo
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Enrique Molina no fue un actor «de escuela», aunque valoraba mucho la formación académica. Existe, sin embargo, algo que se llama talento. Y si es extraordinario, como fue el caso, quien nunca fue alumno puede llegar a ser un maestro indiscutible. Hoy Cuba llora no solo al gran actor y al excelente ser humano, sino al profesor de muchas promociones de artistas, referente para el teatro, la televisión y el cine.
Tenía el don. Y eso fue ya notable desde sus primeras incursiones en el movimiento de artistas aficionados, en Santiago de Cuba. Llamó la atención por la fuerza de su expresión, por su capacidad para la caracterización, por la verdad inefable con la que dotaba a sus personajes. Ya en La Habana, paso a paso, fue consolidando su carrera, hasta llegar a ser el primer actor que conmovió a cientos de miles de cubanos con interpretaciones entrañables.
Un actor se debe a su arte y también a su público. O sea, a su pueblo. Molina encarnó a relevantes personajes universales, siempre con el aplauso unánime de los espectadores, pero sobre todo fue capaz de recrear el espíritu de su cultura con interpretaciones en las que lo cubano era mucho más que una representación funcional. Búsquedas profundas en un acervo compartido, en una sensibilidad, en un diálogo pródigo con la gente. Era uno de los más queridos artistas cubanos.
Enrique Molina estaba convencido de la utilidad esencial del arte, y del compromiso social del creador. Una y otra vez se pronunció en ese sentido. Más de una vez debió enfrentar campañas y calumnias en las redes sociales de sectores que lucran con el odio. Pero él se reafirmaba en su obra inmensa, en su aporte cotidiano, en su presencia y en su permanencia. En una etapa difícil para la nación, Cuba despide a otro maestro, a un luchador, a un hombre sencillo que representó una y otra vez los sueños y las aspiraciones de su pueblo.
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Mercedes A Peña Paredes
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