En el bicentenario de Francisco Vicente Aguilera
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Cuentan que era tan rico que no bastaba entonces con un solo calendario para recorrer, de punta a punta, sus numerosas propiedades y cuantificar todos sus bienes.
Sin embargo, aquel patricio bayamés –conocido como el de mayor caudal para su época en la región del oriente de Cuba– prefirió convertirse en ejemplo personal de consagración y desprendimiento en nombre de un afán mayor que, como el suyo, era el sueño de muchos criollos dignos: conquistar la libertad.
Así nos suele llegar la imagen de Francisco Vicente Aguilera y Tamayo, cuya inmensa fortuna –cercana a los tres millones de pesos y más de 4 000 caballerías de tierras, entre ingenios, fincas, haciendas y otros patrimonios– sacrificó, para irse a la manigua a luchar por la independencia de la Isla, sin más tesoro que el de su abnegación patriótica y elevada altura moral.
Pero más allá de ese gesto sublime, que sin duda lo inmortalizó entre los hombres más osados de su generación, toda la ruta heroica de Aguilera está llena de detalles estremecedores que no deben soslayarse si se quiere aquilatar la grandeza de aquel héroe que, nacido en cuna de oro el 23 de junio de 1821 –hace hoy 200 años–, murió en la más precaria miseria, lejos de la Patria amada y sin poder cumplir su anhelo emancipador.
UN LÍDER NATURAL
Mucho antes del estallido independentista de 1868, que lo erigió como uno de los próceres fundadores de la nación cubana, Vicente Aguilera, o «Pancho» Aguilera, como lo llamaban cariñosamente sus coterráneos, se había ganado la admiración y respeto de los habitantes de la región del Valle del Cauto, fruto de su avanzado pensamiento, su carácter firme y su proverbial bondad.
De ello dan fe sus numerosos proyectos para desarrollar de forma integral aquella jurisdicción mediante el fomento de la industria azucarera, la creación del primer periódico de la ciudad, la donación de un teatro valorado en más de 80 000 pesos, la entrega de un solar a la iglesia católica, o su intento de construir un ferrocarril.
Paralelamente a esa intensa actividad, el ilustre bayamés fue impulsando, desde la década de 1850, acciones conspirativas contra el gobierno español, que en 1867 afianzaron su liderazgo al asumir la presidencia del recién fundado Comité Revolucionario.
Es por ello que su decisión de subordinarse a Carlos Manuel de Céspedes, tras el alzamiento adelantado del 10 de octubre de 1868, en Demajagua, fue una muestra irrevocable de su intachable actitud, esa misma que lo acompañaría siempre en la compleja y sacrificada contienda revolucionaria por venir.
Según refiere Ludín Fonseca García, historiador de la ciudad de Bayamo, en su libro Francisco Vicente Aguilera. Proyecto modernizador en el valle del Cauto, en 1868 el valor de las propiedades del insigne patriota era de 2 766 093,152 escudos.
De todo ese caudal se despojó Aguilera, quien llegó a alcanzar los cargos de General de División, Secretario de Guerra, Mayor General y Vicepresidente de la República en Armas, en 1870.
Con esa autoridad, partió de Cuba hacia Nueva York (Estados Unidos), en 1871, encargado de eliminar las pugnas existentes entre los emigrados y reunir recursos y armas para la lucha.
En la gélida lejanía de esa tierra ajena, donde solo encontraría angustias y desengaños, pasaría la última etapa de su vida el insigne patriota que, al ser consultado sobre su aprobación para quemar la ciudad de Bayamo (donde tenía propiedades), en enero de 1869, expresó: «Nada tengo mientras no tenga patria».
EL PEREGRINO DE LA PATRIA
Víctima de engaños y mezquinas manipulaciones, y a pesar de todas las dificultades que minaron su empeño en el exterior, el abnegado patricio bayamés logró juntar para la causa insurrecta un total de 145 500 dólares, pero tras cinco expediciones fallidas, nunca pudo regresar a su isla amada.
En Nueva York, aquejado ya de un cáncer en la laringe, caminaba bajo la nieve con los zapatos rotos, sin tomar para sí ni un centavo del dinero que lograba recaudar para la causa liberadora.
Allí, en total miseria y acompañado por su esposa Doña Ana Kindelán y Sánchez Griñán, y algunos de sus hijos –de los 11 que tuvo–, moriría, el 22 de febrero de 1877, aquel hombre íntegro al que Martí calificó como «el millonario heroico, el caballero intachable, el padre de la República».
Así definiría su impronta el patriota Manuel Sanguily: «No sé si haya una vida superior a la suya, ni hombre alguno que haya depositado en los cimientos de su país y en su nación, mayor suma de energía moral, más sustancia propia, más privaciones de su familia adorada, ni más afanes y tormentos del alma…».
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