El Club Antiglobalista: Ucrania y la guerra del Anticristo
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Combatientes ucranianos exhiben tatuajes con esvásticas y símbolos nazis luego de rendirse en Azovstal Foto: RT
En el Foro Económico de Davos, George Soros y Henry Kissinger tuvieron opiniones encontradas en torno al tema de la guerra entre Rusia y Ucrania. Por un lado, el magnate financiero y especulador, amo de la tenebrosa Open Society Foundation, declaró que había que aniquilar a Moscú, bloquearlo y debilitar su potencia. Kissinger, más realista, expuso que tal cosa no era posible y que quizás Kiev deba ir pensando en una salida diplomática aunque ello implique perder territorios. Y es que para muchos analistas serios es obvia la imposibilidad de que la primera potencia nuclear del mundo ceda poder en una disputa que tiene a Ucrania como terreno, pero que se plantea como un conflicto civilizatorio que va más allá y en el cual se decide qué tipo de mundo prevalece.
El politólogo Alexander Dugin planteaba en una reciente entrevista que se trata de una pelea entre dos formas de entender la política: la unipolaridad totalitaria de Occidente y sus poderes y valores (Estados Unidos, la OTAN, las ideologías posmodernas, democracia liberal y mercado desregulado) contra la multipolaridad con proyectos como el nacionalismo ortodoxo euroasiático ruso, el comunismo confuciano chino, el resurgimiento hindú como potencia demográfica, económica y militar y el islamismo de Irán como alternativa al sionismo en el Medio Oriente. Obvio que todos esos proyectos, algunos regionales y otros globales, tienden a configurar un reparto de fuerzas en el cual las ideas de Occidente son vistas, por cuestiones civilizatorias, políticas y culturales, como un neocolonialismo y como enemigas de la soberanía popular, propias de lo que el propio Dugin llama «El Anticristo global». Léase por este último concepto la noción de un enemigo, que va más allá de cualquier determinación religiosa o meramente bíblica. El Anticristo, por ejemplo para Rusia, es un polo de poder que se sirve no solo de la fuerza física sino de las matrices y agencias que imponen un sentido único del mundo, tendente a la destrucción de las identidades humanas y la implantación de un nihilismo relativista que resulta muy conveniente para la manipulación y el control.
En ese contexto, la guerra no es un conflicto local, sino que acontece en una frontera civilizatoria en la cual friccionan los proyectos ruso y occidental, soberanista y globalista, nacionalista y posmoderno-neoliberal. La confrontación refleja la crisis del modelo de la Casa Blanca que requiere de un escenario de este tipo para contener su propia caída como agente detentor del poder absoluto. Y es que en Ucrania no hay una sola identidad, sino dos pueblos que representan ahora mismo a las civilizaciones en pugna. Por un lado los habitantes de la región occidental que son proeuropeos y por otro, los orientales prorrusos. Ello convierte a Kiev desde la propia Edad Media en un mosaico de intereses que a lo largo de la historia representaron un escenario vital y una frontera de choque entre las civilizaciones y los poderes globales. Los británicos libraron una guerra en el siglo XIX en Crimea para frenar la expansión zarista que había desplazado al Imperio Otomano de la región y, a través del dominio de Ucrania, abría las puertas de Europa. Y es que Londres tenía claro que Ucrania era una pieza importante, ya que de su posesión dependía el hecho de que Rusia se posicionara como gran potencia mundial. Esta noción fue heredada por Brzezinski, cuando en la Casa Blanca alentó para un fomento del separatismo ucraniano, con miras a usarlo contra todo proyecto ruso para influir en la política. En ese rejuego, los occidentales desde 2014 apoyaron una facción proeuropea nazi, la cual ha dictado leyes raciales, lingüísticas y étnicas que consideran a la porción eslava prorrusa como una amenaza y por ende susceptible de padecer genocidio. No es que a la OTAN le interese la soberanía identitaria de los ucranianos europeístas sino que usa ese conflicto ancestral para mantener un foco de conflicto contra Moscú. A la par, Estados Unidos dispuso de una red de laboratorios que se han evidenciado como reservorios de potentes armas biológicas como el coronavirus y la viruela. Todo ello en territorio de Kiev.
La amenaza directa a la supervivencia del proyecto ruso vino de la mano del reclamo de Zelensky por las armas atómicas, lo cual colocaría un punto de quiebre en las relaciones y una radicalización de las acciones de Moscú en la región. La guerra es a la vez civilizatoria y civil, pues involucra dos escenarios: por un lado Occidente versus Rusia y por otro Moscú versus Kiev. Lo global y lo regional se fusionan para dar como resultado un complejo entramado de intereses en pugna. Ahora bien, el gobierno ruso entiende que en esta confrontación no solo se decide el destino del Donbass, Crimea o el status de Ucrania (si posee armas atómicas o no), sino que se juegan otros motivos mayores. En opinión de Dugin, el mundo multipolar emerge con fuerza, desplazando la univocidad de Occidente, que ya ha perdido de antemano la guerra civilizatoria pues la llevó a un punto de quiebre en el cual el siguiente paso sería la opción cero de la conflagración global atómica. No hay manera para los occidentales de huir hacia adelante, como tampoco de Ucrania de obtener una victoria. La demora de las operaciones parece apuntar a que Moscú está esperando para ver en qué condiciones Occidente se sentará a negociar y porque, además, Zelensky ha demostrado una total inmadurez política y el no estar a la altura como interlocutor, sino que se halla a medio camino entre el estatuto de títere de la OTAN y monigote de los grupos extremistas de ideología plenamente hitleriana. Por otro lado, el aislamiento de Rusia no es posible en un mundo dependiente de los hidrocarburos y del precio de los productos derivados. La crisis se ha sentido en las sociedades occidentales y la caída de la gobernanza por ejemplo en los países del sur de Europa puede ser una realidad. Gobiernos como el del PSOE de Sánchez ceden ante el empuje del conservadurismo de Vox, existe una mayor popularidad y apoyo a proyectos como el de Orban en Hungría. Y todo ello porque lo que Dugin llama el Anticristo es un poder insufrible para los pueblos porque representa el apetito de una clase depredadora mundial, que no posee ninguna empatía. Soros y su interés en llevar la guerra a las últimas consecuencias evidencian que la casta no piensa con racionalidad, sino con hambre de poder y que mira hacia las masas como fichas desechables y personas sin valor.
No es que Kissinger sea un ángel, sino que comprende mejor que el maniático de Soros lo que puede suceder a partir del quiebre de civilizaciones que supondría una guerra atómica. La opción cero solo cabe en las mentes más delirantes, en los entresijos más fascistas y nihilistas, más crueles y carentes de sentido. Un buen final para la guerra puede ser llegar a un pacto de neutralidad de Ucrania que respete su soberanía y un referendo en torno al estatuto de los territorios que sufrieron el acoso y el genocidio por parte de Kiev. A fin de cuentas, lo que es interés de Moscú no reside en la desaparición de la nación ucraniana, sino en el fin de la instrumentalización del conflicto para destruir a Rusia desde adentro, apelando al linchamiento, la alienación de todo lo eslavo y el peligro de una amenaza atómica. Quizás la pieza que Occidente se esté jugando ahora mismo esté en dividir a la clase política rusa, quitando a Putin de en medio, para que las conversaciones se den en términos que favorezcan más a la OTAN. Pero esta ficha es ingenua, porque lo que Rusia representa no es solo lo que un hombre piense, sino que se trata de una facción y un proyecto civilizatorio, una manera multipolar de entender las relaciones internacionales a la cual no quiere adaptarse la Casa Blanca.
La noción del Anticristo que da Dugin se refiere a que el proyecto globalista es inaceptable para aquellos que no están contenidos o aquellos que tendrían una posición inferior. Se trata de que la manera en que Occidente maneja la política global es una negación existencial para los focos de resistencia y de emergencia. Más allá de que Rusia se ve a sí misma como lo sagrado, lo tradicional y lo coherente y mira con recelo hacia el oeste donde halla violencia, incoherencia, destrucción y satanismo; la ecuación se dirime entre poderes en pugna, en las fronteras físicas donde estos se topan. El fin del unipolarismo llegó y puede ser pacífico o destructivo, transicional o apocalíptico. Por el momento hay mentes racionales que lo entienden, como Kissinger, pero también locos como Soros a los cuales, al parecer, no les interesa que todo desaparezca por el simple hecho de defender su ego, su poder personal y caprichos.
En Ucrania se está decidiendo el destino del mundo, las fuerzas que están en pugna sobrepasan lo meramente regional y van hacia la porción existencial de la humanidad. ¿Cristianismo o ideologías posmodernas?, ¿Patria o globalismo?, ¿Familia o ideología irracional antifamilia?, ¿Cristo o Anticristo? Tales símbolos, instituciones, entendimientos y nociones parecieran flotar por detrás del conflicto. Y por ello no debe entenderse lo que literalmente significan, sino lo que trasciende el mero signo. Putin es un hombre en el cual pesan causas que hoy están en la picota y que deciden cómo viviremos en los próximos doscientos años.
La confrontación de Ucrania puede conducir, en caso de que no ocurra la Tercera Guerra Mundial, a un nuevo pacto de equilibrio de poderes similar al de Westfalia en 1648. El deterioro de las relaciones entre las potencias es tal que o acontece un acuerdo o todo se derrumba. Para Occidente también hay una crisis existencial, que tendrá que resolver de la mejor manera, pero hasta ahora ha prevalecido la autodestrucción y arrastrar al mundo con ellos. Kissinger y Soros están representando ese debate, el cual va a decidir qué sucederá. Por ahora el globalista Biden sigue un guion antirruso en el cual se montaron todos los demás miembros de la OTAN. Un cambio, una rectificación, una muestra del poder inteligente, variarían las tornas, concediéndole a Putin el terreno para evitar lo peor y dándole a Occidente un respiro para seguir en su pataleteo.
El Anticristo trae más daño que beneficio y quizás facciones más conservadoras y menos globalistas como el trumpismo puedan ser la respuesta que la casta tenga a la decadencia de Occidente como imperio. Todo está por definirse, todo es, por ahora, brumoso.
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