DE LA HISTORIA OLÍMPICA: ¿Quiénes son los ases más bajitos?
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El estadounidense Joseph di Pietro y el púgil argentino Pascual Pérez fueron dos clásicos acorazados de bolsillo en el deporte, según el lenguaje propio del ámbito. Por la baja estatura hasta sufrieron chistes y, al final, ellos se burlaron de los bromistas al alcanzar la gloria. Según historiadores e investigadores muy rigurosos, son los campeones olímpicos de menor talla en todos los tiempos.
Sin embargo, algunos han puesto en duda tal aseveración pues se basan en que en los II Juegos, París 1900, un niño galo de 7 a 10 años fue convertido en el timonel de la embarcación holandesa ganadora de un par de remos largos porque Hermanis Brockman, ocupante de la plaza oficialmente, pesaba demasiado, y los remeros Reolof Klein y Francois Brand urdieran esa trampa pasada por alto por los organizadores del certamen.
La duda jamás podrá ser resuelta: el niño, en cuanto terminó la final, desapareció y, al ser escogido al azar, no se sabía siquiera su nombre ni su dirección. Su tamaño exacto es desconocido también, lógicamente. Por tanto, hasta ahora se mantienen en su puesto histórico estos dos pequeños gigantes olímpicos.
El levantador de peso Di Prieto se convirtió en Londres 1948, los Juegos de la Austeridad, en el campeón olímpico de menor estatura de todos los tiempos: 4 pies 10 pulgadas. Se impuso los 56 kilogramos (peso gallo) con un total de 307.5 kilos, superior al récord del mundo. En los Primeros Panamericanos, escenificados en Buenos Aires 1951, alcanzó también la presea dorada al totalizar 282,5.
Pascualito no llegaba a los cinco pies tampoco, pero poseía un punch extraordinario, sobre todo para su peso... Y se ciñó la corona de la categoría mosca en la Olimpiada de la Austeridad. Trabajador agrícola, había robustecido su cuerpo y su carácter con ese quehacer desde niño. Era el menor de los nueve hermanos surgido de un matrimonio dedicado a las tareas con la vid en Tupungato, Mendoza. Nacido el cuatro de mayo de 1926, desde pequeño laboró pegadito a la tierra.
En cuanto conoció el boxeo, encontró un camino atrayente para salir de la pobreza y hacer realidad sus sueños de llegar a ser alguien. Demostró enseguida sobre el ring de los aficionados que no solo era una gran pegada: a la par estaban el coraje y la asimilación. Será el mosca más pequeño del planeta y uno de los más destacados.
De 1941 a 1947 logró un collar de 25 combates victoriosos, entre regionales, nacionales y latinoamericanos; ganó 17 torneos y la eliminatoria convocada por su país para la XIV Olimpiada. Allí supo de los puños del gaucho el italiano Spartaco Bandinelli quien debió conformarse con la medalla de plata. Cuatro años después, el titular no asistió a Helsinki, a pesar de querer repetir su ascenso a lo más alto del podio, debido a una decisión adversa en las eliminatorias de su patria.
No estuvo de acuerdo con el veredicto de los jueces y la vida parece darle la razón: mientras el representante argentino fue eliminado en el cuadrilátero finés y su carrera terminó en la niebla de los púgiles fracasados, Pascualito demostró enseguida ser un gran púgil en un nivel bastante superior. El disgusto resultó el impulso final que le faltaba para pasar al profesionalismo. Y hacia arriba con paso vigoroso.
En Tokio el 26 de diciembre de 1954 ganó la corona del obre en su categoría al vencer a Yoshio Chirai que hasta entonces la ostentaba. Salió airoso nueve veces en la defensa de su faja. Solo vio cortada su racha de 51 triunfos, 37 por KO, ante el nipón Sadao Yaita el 16-1-1959 sin el fajín en disputa. El 5-11 de ese año volvieron a batirse y el mendocino puso a dormir al rival. A pesar de ello, había perdido facultades y ni él ni sus guías lo veían o no deseaban verlo.
Lo bajó del trono el tailandés Pone Kingpeth, el mosca más alto del orbe, el 16-4-60. Intentó recuperarlo el 22-9: fue noqueado en el octavo. No le dijo adiós a la batalla entre las cuerdas: no sabía ni quería hacer otra cosa, no iba a retornar a las tareas agrícolas y la amaba. Pues a servir de escalón y acumular mayor castigo. Falleció con 50 años de edad el 22 de enero de 1977 en Buenos Aires, motivado por fallas renales y hepáticas, causadas por tantos golpes recibidos, los peores en la última etapa. Familiares y amigos tuvieron que proporcionar el dinero para pagar a la empresa de pompas fúnebres.
Delfo Cabrera, campeón de maratón en Londres 1948, se estremeció y estremeció con lo expresado en la despedida a su compañero de la delegación que acudió a la lid inglesa: “Fue un muchacho bueno que perdió su última pelea con la vida. Espero que sepa perdonar a aquellos que lo engañaron y lo traicionaron”.
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