ARCHIVOS PARLANCHINES: Arroyito, el Robin Hood criollo

ARCHIVOS PARLANCHINES: Arroyito, el Robin Hood criollo
Fecha de publicación: 
30 Abril 2021
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Una tarde, cuando estaba disfrutando de un traguito de ron en el Hurón Azul de la Uneac, un investigador flaco, canoso, con voz gangosa, nariz aguileña y ojos de buitre, hizo una fugaz mención sobre las aventuras de Arroyito, el famoso bandido, y tras las primeras búsquedas me di cuenta que la vida de este Robin Hood criollo iba a llenar de sorpresa y adrenalina a más de un asiduo lector.

Nace el mito

Debo confesar que al principio no logré entender por qué un cazador de fortuna, no muy diferente a todos los demás, se transformó en una figura casi mitológica capaz de defender a las grandes mayorías en contra de los poderosos. Luego, empecé, poco a poco, a acumular evidencias que resultaron irrefutables: el buscavidas evitó en lo posible los hechos de sangre, jamás le robó a un pobre, fue un goloso donjuán y sobresalió por ser bastante «manos sueltas» a la hora de repartir el botín. ¡Era un comienzo!

Heredero de Manuel García, un facineroso romántico y justiciero conocido como el Rey de los Campos de Cuba, Arroyito se llamó, en realidad, Ramón Arroyo Suárez y nació el 18 de septiembre de 1896 en el seno de una familia de sangre canaria radicada en Matanzas.

Criado en un hogar humilde con varios de sus hermanos, se estableció muy pronto en La Habana, donde laboró como cabo de luces de los vapores de Regla, y a continuación, empezó a realizar viajes como chofer entre La Habana y Santiago de Cuba, ciudad donde, ante sorpresa de todos, pagó la fianza y facilitó la fuga hacia la capital de una exuberante oriental que había sido acusada de adúltera.

No mucho tiempo después, tuvo que regresar a su provincia para socorrer a una hermana que moría y con un Chevrolet conducido a gran velocidad atropelló en la carretera del Naranjal, cerca de Matanzas, al niño Ramón del Rosario y Cruz, quien falleció más tarde en el hospital donde lo llevó el culpable chofer.

De inmediato, se le abrió una causa por «homicidio temerario», y como tenía antecedentes penales —le habían puesto una multa por hurto— fue sentenciado en 1916 a un año y días; sin embargo, el muchacho, de apenas 20 años, blanco y limpio, un rostro magnético y risueño, ojos pardos, voz casi femenina, mediana estatura y fornido, se negó a cumplir la pena y se declaró en rebeldía.

Por aquellos días, entabló amistad con Julio Ramírez, un mozuelo propenso a las actividades delictivas y, al poco tiempo, ambos se unieron a los sublevados durante la Guerrita de Febrero de 1917 —denominada «La Chambelona»— durante la cual los seguidores del Partido Liberal impugnaron el «cambiazo» electoral que se produjo un año antes en favor del presidente Mario García Menocal.

El dúo se sumó a las fuerzas de Manengue Valera, el alcalde de Madruga, y se internó en las Escaleras de Jaruco, no sin antes asaltar aparatosamente la tienda de unos chinos en Aguacate, donde se llevaron hasta los clavos.

Abortado al alzamiento tras el triunfo de los menocalistas, se separó de Ramírez y con el inicial apodo de Delirio dirigió una pequeña pandilla dedicada al asalto y al robo de viajeros en los caseríos de Canasí, Ceiba Mocha y Empalme, todos en el occidente de la Isla.

Al mismo tiempo, se vinculó con su hermano Francisco, un joven bastante díscolo que capitaneó una cuadrilla de atracadores y «fue el verdadero Arroyito», hasta que cayó preso en Güines, y por confusión del gentío, el mote pasó de él a Ramón, protagonista ya de algunas fechorías bastante noveleras e ingeniosas.

De todas formas, en agosto de 1918 fue capturado en La Habana por el policía judicial Antonio Galloso y remitido hacia la Audiencia de Matanzas para cumplir su castigo por el accidente de tránsito de la calzada del Naranjal.

El cachanchán del alcalde

Armando Carnot junior, alcalde de Matanzas y un sujeto capaz de cualquier despropósito, intentó en 1920 la reorganización de las fuerzas policiacas del Ayuntamiento, y a pesar de las protestas del temeroso vecindario, fijó su mirada en el recluso Arroyito, con fama de guapetón, a quien indultó y nombró cabo al frente del puesto de la Mocha, un barrio rural a donde llegó también el tal Ramírez, en calidad de agente.

Desde el primer día la mancuerna se puso a trabajar en favor de la reelección de Carnot, alineado con Alfredo Zayas, cuando este escindió a los liberales y fundó el Partido Popular —de «los cuatro gatos»— para atrapar la presidencia. No obstante, en la Mocha existía en aquellos días un núcleo opositor muy fuerte con el comerciante José Lantero, el Padre de la Mocha, al frente, y el enfrentamiento no demoró en producirse.

Finalmente, el asturiano, harto de los ultrajes recibidos, acusó a la dupla Arroyito-Ramírez en la Audiencia de Matanzas de coacción y violación de sus derechos individuales y, de inmediato, se dispuso el arresto de los dos policías. El primero logró escaparse a lomo de burro, pero el segundo es recluido en la cárcel de Matanzas y enviado luego hacia Jaruco.

El resto es más bien propio de un guion de cine: el matancero liberó a Ramírez de su reclusión a tiro de revólver —un guardia es herido de gravedad en la acción— y en 1921, cuando las «vacas flacas» mandaban en nuestra economía, ambos secuestraron cerca de Ceiba Mocha al mismísimo José Lantero, por quien pidieron un rescate de diez mil pesos del que su hermano Avelino solo pudo pagar dos en billetes americanos.

Por supuesto, tras estos sucesos, exagerados por la crónica roja, las tropelías de los jóvenes adquirieron una connotación nacional y, de la noche a la mañana, pasaron a estar en boca de todos.

De La Habana a Placetas…

Más tarde, Arroyito, como buen camaleón, se introdujo en el municipio capitalino de Regla, donde alquiló un cuarto con olor a ron barato y a las meretrices de turno.

Según algunos de sus biógrafos, en el ultramarino pueblo se desplazó como gallo fino sin importarle ser el convicto más perseguido del país. Además, con frecuencia asistió, sin disfraces, a los estrenos del Teatro Alhambra, sin dejar de disfrutar de las magias del café El Carmelo y de los toques serenateros de los bares de Playa.

Lo dicho, no debe sorprendernos, porque Arroyito, quien le tenía fobia a los montes, desarrolló habilidades notorias a la hora de despistar a sus captores en los campos o los centros urbanos. Incluso, se sabe que en Ceiba Mocha repartió unos cuarenta caballos entre las agradecidas gentes del lugar para que sirvieran de bestias frescas a la hora de huir tras alguna felonía.

                          
Arroyito fue una inspiración para los sectores menos favorecidos.

Cansado de andar sobre cristales, viajó al filo de 1922 hacia la localidad de Placetas, en la actual provincia de Villa Clara, convertido ya en un emblema de los sectores más humildes que abogaban por combatir las injusticias de los tribunales y los presidios con las armas en la mano.  

Allí alquiló una habitación en una casa de huéspedes y, desde el principio, fingió ser el sobrino de un rico ganadero de Camagüey. Enseguida logró inscribirse en El Liceo y con bastante frecuencia viajaba a varias fincas de Ciego de Ávila, donde era dueño de seis magníficos gallos de peleas que, a menudo, le reportaron buenas ganancias, las cuales repartía entre sus amigos. Asimismo, poseía un caballo negro que era una verdadera «irreverencia patriótica», pues se llamaba nada menos que «Maceo».

Considerado por los chismosos como un «guanajo» o un pretensioso «hombre adinerado», por su estampa y ademanes citadinos, entregó efectivo y objetos de valor a varios indigentes de Placetas, como ya lo había hecho antes en Matanzas y La Habana.

Un preso feliz y contento

Arroyito fue detenido el 3 de marzo de 1922 cuando el tren central procedente de Santiago de Cuba hizo su parada oficial en Caguasal, en las inmediaciones de la ciudad de Ciego de Ávila, donde se había montado el viajero. Al conductor le llamó la atención el revólver que portaba y lo delató.

Luego, se ordenó su envío en tren hacia la capital y a lo largo del trayecto recibió muestras de una indiscutible simpatía en Colón, Jovellanos y en la propia capital. En la celda número ocho del Castillo de la Real Fuerza, oscura, estrecha y húmeda, Arroyito, protagonista de numerosos lances amorosos, recibió unas cien cartas del mujerío por lo que los inquilinos patibularios empezaron a llamarlo el Cupido de la Cárcel.  

Como si fuera poco, Osvaldo Valdés de la Paz escribió una novela con el título Arroyito, el bandolero sentimental, con prólogo de Miguel de Marcos, que fue todo un suceso editorial a partir de 1922.

El tiempo, de Placetas, publicó el 10 de marzo el artículo «Arroyito debe ser puesto en libertad» en el que afirmó: «¿Es cosa censurable lo del salteador expuesto a las balas del ejército, cuando sabemos de casos de geófagos con uniforme que han amedrentado a los propietarios para arrebatarles sus tierras, y permanecen sueltos y dictando leyes en favor el procomún?».

A finales de octubre de 1922 fue trasladado hacia el reclusorio de Matanzas con varias causas judiciales abiertas en su contra y en noviembre logró escapar gracias al estallido de una bomba que, al parecer, le suministró su hermana Marina, el cerebro de algunas de sus trastadas, en coordinación con su compinche Ramírez.

El último coletazo

Cuando apenas despuntaba el 1923, Arroyito asaltó el automóvil de Juan Bautista Cañizo, un opulento comerciante de Matanzas, y pidió un rescate de cien mil pesos de los cuales obtuvo solo veintiún mil, antes de intentar salir del país con el apoyo de un tal Antonio Díaz, alias Sarampión.

Aunque, no hay engañarse, se trató del último coletazo. El 13 de abril del referido año fue apresado por el jefe de la policía de Regla, quien siguió órdenes del coronel Emiliano Amiel, jefe del Distrito Militar de Matanzas, su cazador más rabioso.

En el comentario «Arroyito», dado a conocer el 14 de abril por el Heraldo de Cuba, Orestes Ferrara, futuro secretario de Estado del machadato, aseveró: «Lo peculiar de él son sus actos culminantes: huye de las cadenas con heroicidad y cae en las redes de la justicia como un cordero. Sus dos capturas se han parecido a las detenciones de un simple y vulgar carterista».

En 1924 el bandolero vestido casi siempre con pantalón kaki, polainas de cuero, guayabera, corbata negra y sombrero tejano, según los que lo conocieron de cerca, fue condenado a cadena perpetua por desplumar a Juan Bautista Cañizo y reírse del poderoso círculo de poder que lo rodeaba.

Réquiem

E 28 septiembre de 1928, cuando había cumplido más de cinco años en el reclusorio del Castillo del Príncipe, con un intento de fuga y un largo tiempo de buena conducta, se decidió enviarlo hacia el Presidio Modelo, cerca de Nueva Gerona, la capital de la entonces Isla de Pinos.

Junto al matancero formaron la “cordillera” Julio Enrique Pintado, negro joven y mala disciplina; Andrés Calderón Luna (El Mexicano), muchacho de buen proceder; José Ramos Ramos (El Moro), buscador de líos; Julio Ramírez Ojeda, valiente a todo, y Luis Díaz Fuentes (Cundingo), quienes fueron custodiados por cabos y sargentos que respondieron a las órdenes del capitán Pedro Abraham Castells, supervisor del Presidio Modelo.

Los presos hicieron el viaje hacia el Surgidero de Batabanó y de ahí se embarcaron en el cañonero 24 de Febrero, de la Marina de Guerra, sin imaginar que pronto serían los protagonistas de uno de los episodios más cruentos en la historia pinera más reciente.

Según un informe que remitió luego Castells a Machado, en la noche del mismo 28, en el lugar conocido como playa de Columpo, los reclusos, luego de horas esperando en el muelle el piquete que debía recogerlos desde la cárcel, corrieron hacia la manigua por lo que los escoltas hicieron uso de sus armas.

Cuatro de los penados resultaron muertos en el acto, mientras que Arroyito y Cundingo lograron internarse en el monte.

 En la mañana del día siguiente, dos soldados los divisaron en la ensenada de Punta Piedras. Les dieron el alto, pero ellos trataron de ganar de nuevo la espesura. “Entonces, dice Castells, se dio la orden de hacer fuego”.  

El capitán Castells subrayó en todo momento que a los reos se les aplicó la ley de fuga de acuerdo al artículo 10 del Código Militar; no obstante, Pablo de la Torriente-Brau, periodista, escritor y luchador contra el machadato, probó en su obra Presidio Modelo que la masacre se llevó a cabo siguiendo un diabólico plan dirigido a engañar a la opinión pública, pues los reclusos jamás tuvieron la más mínima oportunidad de escaparse.

Testigos de los hechos revelaron, además, que a Arroyito y a Cundingo se les permitió pasar la noche en calidad de supuestos prófugos para que aparecieran al otro día con sus cuerpos llenos de picadas de mosquitos y jejenes. Ello, sin dudas, haría más verosímil la historia del intento de huida.

El propio Pablo de la Torriente Brau, en uno de sus artículos recogidos en Pluma en Ristre, indicó años más tarde:

Hay hombres tan amados por la vida, que la muerte solo se los lleva por celos, para amarlos ella también intensamente. Uno de estos hombres excepcionales fue Arroyito. Lo conocí en el Príncipe y puedo asegurar que les arrebató a los ricos el dinero mal habido y luego lo repartió con la generosidad de un millonario loco...

                                      
   El Rey de los Campos de Cuba recreado por el pintor Carlos Enríquez.

Durante años circuló en Cuba la ficción de que Arroyito había logrado escapar a última hora de la matanza de la Isla de Pinos, porque su hermana Marina había comprado su libertad, y seguía cabalgando con su lustroso caballo negro por las llanuras y las serranías de la eternidad. Ello no debe sorprendernos: sus «proezas» pasaron a la décima y a la música y, antes de su muerte, se hizo una película inspirada en su vida que dirigió Enrique Díaz Quesada

Las muchedumbres, siempre insomnes y carentes de casi todo, necesitan superhombres reales o de plastilina. El yumurino, polémico y de vida descompuesta, fue como un sueño que muchos desearon vivir a golpe de pecho y rugido de fiera.

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