Añoranza por el vuelo (+ FOTOS)
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El hombre siempre envidió a las aves. Sintiéndose el ser más perfecto de la naturaleza, nunca se ha explicado cómo, si fue dotado con el misterio del cerebro, le fue negado a cambio el simple privilegio de las alas. Esa añoranza de vuelo, ese deseo frustrado, lo hizo extrañar la vida aérea, un viaje atravesando nubes, una caída en picada sobre el océano y luego remontarse a ras de la espuma. Y como allí donde falta lo necesitado entra a actuar la imaginación, el hombre mismo completó su naturaleza y se reinventó. Una serie de criaturas con alas poblaron el mundo y el hombre, de alguna manera, incógnita de la sublimación, se sintió un poco más reconfortado.
Los hombres y mujeres alados están por todas partes. Y no hablo solo de esa presencia divina dedicada a nuestro cuidado, ese ángel de la estampilla que vela porque los niños no caigan al río. Pienso en esas representaciones en el arte, que llenan salones y ciudades. No solo están en los templos, hechos de óleo o madera, sino que adornan murales urbanos, custodian puertas de edificios, aletean en las cimas de las torres y nos observan posados en los aleros de algunas construcciones. ¿Quién no ha visto los tres ángeles alegóricos que desafían la gravedad desde las torres del Gran Teatro de La Habana? Junto al Capitolio, marcan un límite en la fisonomía de la ciudad. Cuando se reconocen su alas lejanas, se sabe que a partir de ahí La Habana se hace más antigua y bella.
Los hay de todo tipo: dulces y severos, con rostros de paz o de celadores de las leyes. En las puertas de la iglesia parroquial de Sagua la Grande, unos angelotes sonríen con misterio, como niños socarrones que esconden una pillería, o ─y esta suposición es más divina─ como si lo supieran todo y solo esperaran la confirmación de nuestro destino.
También aladas son esas damas alegóricas que centran algunos conjuntos escultóricos conmemorativos en representación de la victoria, la gloria, la patria. En La Habana, Maceo y Máximo Gómez son recordados bajo el auspicio de las alas. Van en sus monturas, antecedidos por dos criaturas femeninas que, con el gesto digno de quien se inmola por la justicia, son el puntal guía de la muchedumbre convulsa que representa la lucha independentista.
No hay mejor sitio para buscar ángeles que en los cementerios. Por todos lados custodian el descanso. Abunda el átropos, ese ángel reproducido en cientos que ha silenciado su trompeta y, con los brazos cruzados, espera. Algunos ascienden y otros ya se posan sobre los sepulcros. Algunos se abrazan lamentosos, miran el paso de las nubes, y otros se llevan sus índices a los labios, piden silencio. Hay ángeles que escuchan nuestro mensaje, y otros que se adormecen junto a una fiera. Bajo el sol y la lluvia, los va cubriendo el musgo y permanecen tutelando la quietud del lugar. Hay algunos que pierden sus alas, pero no extravían su espíritu celeste. En ellos el escultor puso las ideas más altas e incorruptibles. Son la visión más perfecta de lo que somos.
En el cementerio de La Habana, el ángel más descollante es aquel que se eleva enorme sobre el mundo llevando en brazos el cuerpo sin vida de un bombero. Un ángel que carga a un héroe puede ser visto desde puntos alejados de la ciudad.
En el camposanto habanero existe otro ángel peculiar. Haciendo gala de su androginia, el ser alado expone una carnalidad tentadora. Custodia una puerta y en su gesto exige una gratificación para dejar libre el traspaso al otro mundo. Su pecho de varón se transparenta en su túnica, pero las caderas son redondas como las de una hembra. La suavidad de sus brazos extendidos y la línea sinuosa de su cuerpo, hacen pensar en un doncel que baila en el silencio, sabedor de la atracción que desata en todo aquel que se acerca.
El hombre siempre tuvo envidia de las aves. Un día se reinventó con alas ─se añoró perfecto─, y siguió soñando con la libertad y el aire.
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Onelia Chaveco Chaveco
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