La Habana con sombrilla

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La Habana con sombrilla
Fecha de publicación: 
3 Mayo 2019
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Todavía conservo aquella capa de agua, verde y con bolitas blancas, que mi madre me obligaba a llevar prácticamente todos los días a la Secundaria, «por si llueve», y que yo, sin pensarlo dos veces, dejaba siempre en casa de la vecina de al lado.

Hoy, que el día ha amanecido encapotado, me he acordado de aquella vieja capa mientras desde la ventana contemplaba a la gente caminando rápido, apurándose para llegar a sus destinos bajo el cielo gris.

Se ve rara la ciudad cuando no hay sol, como si un tempo diferente, allegro, ma non troppo, marcara el andar de sus habitantes, y hasta los gestos, las sonrisas.

El calor sofocante parece agazaparse bajo alguna piedra verdinegra y se avanza más ligero, queriendo cogerle la delantera al aguacero, que amenaza, pero no llega.

También los colores se desdibujan, formando una paleta de tonos pastel en la que solo resaltan, punteando calles y avenidas, las sombrillas multicolores. De franjas rojas y blancas la llevada por la enfermera; reproduciendo un dibujo de Fabelo la de más allá; y en la avanzada, el viejito que pasea a su perro lleva abierto un enorme paraguas negro.

El verano pasado también las sombrillas fueron singularidad en el paisaje citadino, y volverán a serlo. De hecho, ya pueden verse punteando el panorama, sobre todo cuando el sol muerde sin piedad el centro del día.

No había sido esta una costumbre del habanero, pero hasta las muchachitas más jóvenes caminan sin complejo bajo sus sombrillas, que protegen hombros y barrigas al descubierto.

En la Sierra Maestra, una de las primeras cosas que llamó mi atención la primera vez que me enfrenté a aquel paisaje increíble, fue ver desde la falda o en la cima de cada loma, a las serranas bajando en fila, cubiertas por sus parasoles. Recordé entonces a Martí: «las señoras como flores debajo de sus sombrillas».

Y por estos días, cuando ha amanecido sin sol, con una lluvia por llegar, y las calles de mi ciudad son asaltadas por paraguas y sombrillas —plegados y a la espera la mayoría; otros, retadoramente abiertos—, vuelvo a acordarme de aquella antigua capa verde con bolitas blancas que nunca pudo estrenar siquiera una llovizna, mientras su dueña, la adolescente que fui, disfrutaba empapándose bajo los aguaceros al salir de la escuela.

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