Ex libris

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Ex libris
Fecha de publicación: 
25 Abril 2019
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Hace apenas unos días, el pasado 23 de abril, el planeta celebró, como cada año, el Día Mundial del Libro y del Derecho de autor.

Es una efemérides que me resulta muy cercana por cuanto debo a los libros; por eso, como cada abril, volví a repasar con mirada agradecida mi biblioteca.

Cada vez se hace más pequeña. Una buena parte de los ejemplares ya no está, han sido sustituidos por su formato digital: menos polvo, menos espacio. Otros, los he regalado; algunos se han extraviado, y una parte significativa de las ausencias se debe a préstamos que nunca regresaron.

De todos modos sí siguen acompañándome determinados títulos, de esos que a veces uno mantiene forrados, llenos de marcas, de anotaciones, con alguna que otra postal, papelito o flor entre sus páginas.

Son mis libros de siempre, queridos casi como parientes. Y como familia, cada vez que vuelvo a ellos me dicen lo que necesito saber.

Creo que con esos libros ocurre como con determinadas canciones: te remiten a momentos o etapas de tu vida. Pero la diferencia está en que, en el caso de los libros, te abren junto a sus páginas la posibilidad de introspecciones, remembranzas, comparaciones...

Cuán interesante es releer uno de esos volúmenes, deteniéndose en los apuntes que una dejó al margen, en los subrayados, a veces originados en distintas etapas, y descubrir cuánto se ha cambiado.

Porque junto a cierta sentencia donde dejaste un signo de interrogación, ahora bien que pondrías uno de admiración; y donde la hoja permanece incólume estamparías muchas, muchísimas interrogantes nuevas.

Entre esos libros queridos, algunos con mi nombre en la primera hoja a modo de sello de propiedad, de Ex libris, hay una ausencia que me duele en especial.

No porque sea El Libro, el de los muchos premios, el estudiado y citado en todo el orbe, no. Es que bajo su portada se llevó parte de mi adolescencia.

Conservo el recuerdo de la textura de sus páginas de papel duro, de cada una de aquellas hermosísimas ilustraciones, su olor.

Por él conocí de Prometeo y sufrí junto al semidiós ante la cercanía del águila; me perdí con Ariadna en el laberinto de Creta y sentí los bufidos del minotauro casi junto a mi hombro; volé con Dédalo y a su lado, en las alturas, descubrí lo inevitable de la caída cuando las alas se derriten.

Amaba ese libro. Me acompañó, bien cuidado, hasta la adultez, hasta que cierto día, hace años, un albañil que hacía arreglos en casa me lo pidió prestado.

Dudé, volví a dudar, pero finalmente, al escucharlo hablar con tanta pasión de su gusto por la lectura, lo puse con aprensión entre sus manos, como la madre que encomienda el hijito a la maestra de preescolar el primer día de clases.

Semanas después, el pobre hombre murió ahogado en las aguas de Guanabo. Sentí mucha pena por él,... y por mi libro.

Aunque siempre permanecerá el dolor por aquel texto perdido, me consuelo imaginando que a lo mejor los nietos de aquel señor, entre video juegos, tabletas, celulares, wifi y otros artilugios de la modernidad, quizás algún día se sientan atraídos al menos por los brillantes colores de aquella portada, y así, casi sin querer, le echen mano a mi libro.

Y, lo mejor, que una vez con el volumen en su regazo sientan que no pueden dejarlo, atrapados por aquellas historias magníficas que quizás les sirvan de llave para franquear la puerta al mundo de la lectura, ese al que nunca más se pude renunciar una vez dentro.

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