Memorias fatuas de la URSS
especiales
No es casual que algunos autores cubanos que hoy pasan los 30 años hayan escarbado en ciertos terrenos de nuestra memoria histórica para traernos lo que queda del universo soviético. Allí están esas escenas de Larga distancia, de Esteban Insausti, para encender emociones de otra época con sus canciones rusas, con un acento que hace mucho no escuchamos mascullar el español.
También vuelve sobre el universo soviético el escritor Abel Fernández-Larrea, que con su libro de cuentos Absolut Röntgen (Ediciones Caja China, 2009) traza un puente entre la lengua de Cervantes y la de Shejov. Sus agónicas historias sobre la Catástrofe de Chernobil, más que ucranianas, son rusas, y avanzan con cadencia rural y simulan las traducciones al castellano de las obras de Dostoievsky y Tolstoi.
Como en el caso del autor de El idiota, los personajes de Fernández-Larrea quieren entender el propósito divino de todos los males que les rodean, que les suceden, buscan un ser superior en quien depositar su fe. A diferencia de Tolstoi y Dostoievsky, Abel Fernández-Larrea no cree que nadie existe detrás de esa puerta sobrenatural que a ratos tocan sus personajes, y los deja enloquecer, morir al borde, descubrir que todo es absurdo, vano.
¿Es así como sienten la vida rusa esos treintañeros? Solo comenzamos a explorar las causas y cosas, ahora que están en la edad de hacer sentir su voz en el arte. Sin embargo, no es difícil imaginar lo que fue para esta generación de cubanos crecer de acuerdo con un proyecto de mundo, formarse para él en la escuela, beber esos valores en los muñequitos que día a día repetía la televisión, incluso aprender ese idioma tan ajeno a lo caribeño… y de pronto decirle adiós a todo, a las manzanas, al color singular de las ropas que importábamos de la URSS, al olor único de la pasta con la que hacían sus libros, a sus filmes, a los sueños compartidos… a todo.
Quizás para otras generaciones ─formadas en el horno de otros dilemas─ la cultura rusa, sus modas y gustos fueron día a día territorios desde donde debían luchar para preservar su propia cultura. Por eso muchos recuerdan hoy el idioma y los filmes soviéticos con un humor hostil y a ratos resentido.
Sin embargo, para algunos nacidos en los 70 y 80 ─siempre sin generalizar─, ajenos en aquella época a interpretaciones políticas o históricas; el idioma y los muñequitos rusos tienen la capacidad de resucitar memorias de la infancia, la adolescencia. Nada lo hace mejor que aquellos 80 de vacas grandes donde, a los ojos de un niño, todo parecía estar en su justo sitio. Sin embargo, en los 90 todo fue silencio. Ese pedazo de pasado que otros cubanos querían olvidar y ni siquiera mencionaban, se fue. Con la madurez y después de escuchar ocasionalmente algún que otro fonema ruso, algunos jóvenes treintañeros cubanos aprendieron que aquella ida, como la de la inocencia, como la de la infancia, no tiene retorno… salvo en la ficción.
Y en ese mosaico de palabras cubanas post-soviéticas, de hoy, no podían faltar las mujeres desgarradas de Anna Lidia Vega Serova (San Petersburgo, 1968), escritora cubana y joven a pesar de la fecha y la ciudad de nacimiento.
En las librerías del país se encuentra su Ánima fatua (Letras Cubanas, 2011) que lejos de lo que anuncia la imagen de portada tiene más que ver con la búsqueda de una identidad que con el rock propiamente.
Después de una primera infancia en Cuba, luminosa y pura como lo es para la mayoría, la protagonista de Ánima fatua, Alia, debe irse a vivir a un pueblo soviético con su madre rusa y dejar aquí los mejores momentos de su vida, junto a su padre negro y cubano.
Aunque la historia se desarrolla en la URSS, aunque Alia olvide para siempre el español y aquel universo tropical; Cuba sigue presente. De hecho, se convierte en una pieza clave de la novela. A medida que la protagonista transita por episodios sin propósito, que solo la destruyen moral y psicológicamente, el lector (cubano) comienza a elaborarle una vida pasajera al personaje, imagina cómo habría sido todo de haber seguido en la Isla.
Como es usual en obras de Anna Lidia Vega Serova, el erotismo femenino se construye a partir de situaciones desgarrantes, vergonzosas, y la protagonista llega al amor nadando entre sentimientos de desconfianza, dolor e incluso autocompasión. El rock, las drogas y la vida bohemia llegan también por ese camino.
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