«Aquí solo somos yo y mis gallinas»

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«Aquí solo somos yo y mis gallinas»
Fecha de publicación: 
23 Octubre 2018
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En las grandes ciudades raramente uno se siente completamente solo. Solo. Sin ver, sin escuchar a nadie. Tenía una profesora en la universidad que decía que ese podía ser un ejercicio necesario: «El estrés cotidiano hace mucha falta, a vece estamos a punto de explotar. ¿Se imaginan que puedan llegar a un lugar donde puedan gritar desaforadamente sin molestar o asombrar o escandalizar a nadie? La gente del campo pudiera hacerlo si quisieran. Pueden estar solos cada vez que se les antoja. Y por eso suelen ser más felices que los de la ciudad».

No me consta que haya estadísticas sobre el nivel de felicidad de las personas que viven en el campo, ni comparaciones con los de la ciudad. Existen, eso sí, evidencias de que la gente sigue emigrando de los ámbitos rurales a los urbanos. Tiene que ver con la satisfacción de demandas y expectativas. Pero ese no es el tema de esta crónica, que en todo caso es un relato más bien bucólico.

Estuve en mi pueblo natal y me fui en bicicleta sin rumbo fijo, por caminos que nunca había recorrido. Caminos sin asfalto, que serpenteaban entre cañaverales y arboledas, apenas transitados. En determinado momento dejé de pedalear, me detuve, y sí: estaba completamente solo. Podía haber gritado a todo pulmón si hubiera querido, difícilmente alguien me hubiera escuchado. Entonces, animoso, decidí seguir hasta el final del terraplén. Y veinte minutos después llegué a un caserío que no tendría más de quince casas.

¿A QUÉ VINO AQUÍ?

Pasé con la bicicleta en la mano y todos me miraron extrañados desde las casas, menos los niños pequeños que estaban jugando en los patios. Los mayores, evidentemente, no se esperaban la visita, al parecer no sabían muy bien cómo debían actuar ante un extraño. Ni para bien ni para mal, nadie me dirigió la palabra.

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En el portal de la vivienda más apartada un anciano desgranaba varias mazorcas de maíz. Decidí abordarlo.

—¡Buenos días!

—¿Qué? ¿Se perdió? ¿A quién está buscando?

—A nadie, solo pasaba, dando la vuelta.

—¡Hay que tener ganas de pasear para coger ese camino por gusto!

—¿Nadie viene a pasear aquí?

—¿Para qué? Aquí no hay nada que ver. La gente de aquí sí va a pasear al pueblo. O a trabajar. O a resolver algún problema. Pero nadie del pueblo viene aquí, a no ser que venga a ver a alguien.

—Tampoco es que estén tan lejos…

—No, hasta caminando se puede ir, pero es mejor esperar un tractor de la cooperativa, o un carretón. Si vas a pie llegas colorao de tierra… o enfangado si llueve.

—¿Usted sale mucho?

—¿Yo? ¿Para qué? Nada más que cuando me enfermo y tengo que ir al hospital. Mi hija me trae los mandados los fines de semana.

—¿Usted vive solo aquí? Perdone la indiscreción…

—Solito. Aquí vivimos nada más que yo y las gallinas. A veces viene mi nieto, el hijo de mi hija, que trabaja cortando caña o guataqueando. Pero viene un ratico nada más. Los jóvenes tienen necesidad de ver gente. Todos terminan por irse.

—¿Y por qué no se va usted?

—¿Y dejar mi casa para estar agregado? Solo cuando no pueda valerme por mí mismo.

—¿No se aburre? ¿No se siente solo?

El viejo soltó una carcajada:

—Para mí que tú eres de la policía, con tanta preguntadera.

—No, soy periodista.

—¿De los que salen en el televisor? ¡A mí se me rompió el televisor! Yo solo escucho radio.

—Entonces no se aburre…

—¡Ni tiempo que tengo de aburrirme! Siempre hay cosas que hacer. Mira cómo tengo el patio de enyerbado. Ahorita tengo que guataquearlo…

Me despedí, se hacía tarde. El hombre me miró y se quitó el sombrero de yarey.

—Ahora vas a pasar más trabajo, pues irás con el viento en contra.

LA MÚSICA DE LAS CAÑAS

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En efecto, el camino de regreso fue agotador. Me crucé solo con un tractor y con dos hombres a caballo. Todos me saludaron con la mano. En un momento determinado me paré a descansar a la sombra del cañaveral, y casi me quedo dormido por el arrullo de las hojas al viento.

Mi tío, que toda la vida fue un trabajador agrícola, me decía cuando yo era niño que las cañas cantaban. Yo siempre me reía ante la ocurrencia. Pero él insistía:

«Siéntate tranquilito en el borde de la guardarraya y escucha. Todas las cañas suenan distinto, unas más finito y otras más grueso. Es como si cantaran en un coro. Cuando tengas tiempo, lo haces y me darás la razón. La gente nunca tiene tiempo para quedarse un rato solos y escuchando». 

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