ARCHIVOS PARLANCHINES: Ramona I, la primera reina del carnaval habanero
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Los carnavales de La Habana de 1908, o los Festejos Invernales, como se les llama en esa época en que Cuba sufre la segunda intervención norteamericana, constituyen uno de los mejores vistos hasta ese momento en la recién nacida república neocolonial, por la pluralidad de los eventos organizados y porque en ellos toman parte casi todas las clases sociales, mezcladas durante algunos días sin ningún empacho, con el único propósito de ponerle una zancadilla al aburrimiento, vivir todo tipo de bizarras aventuras y disfrutar las noches más escandalosas del Caribe.
Como es natural, durante estas fiestas se organizan concursos de comparsas populares; regatas de botes y canoas; torneos de automóviles y coches con adornos y competencias de máscaras a pie, a caballo y en coche, junto a certámenes de gran lucimiento como los de balcones y fachadas encendidas y el de decoración de las vitrinas de algunas de las tiendas más prestigiosas. Por supuesto, el gentío tampoco se pierde las carreras de caballo, el desfile de jinetes a la criolla, el torneo de bicicletas, el alboroto de las bandas musicales y la esperada lid de tiro de pichón y platillos.
Aun así, lo mejor está por llegar: ¡la elección de la primera reina del carnaval de la ciudad!
La reina cigarrera
F. Meluza Otero cuenta en un reportaje dado a conocer en la Bohemia del 6 de marzo de 1949 que en los primeros días de enero de 1908 Julio de Cárdenas, alcalde habanero, hace una convocatoria a fin de que los gremios presentaran candidatas para escoger a la primera gran señora del carnaval de la capital. Este inusual llamado no le hace el más mínimo chiste a varias empleadas, entre las que figura Ramona García, obrera en la fábrica de cigarros Susini, en la calle Carlos III, quien, con disgusto, se entera de que su nombre comienza a figurar entre las posibles aspirantes.
El 23 de febrero, día del evento, ella, tímida y sin ambiciones, se retira temprano del taller con el propósito oculto de no asistir en la noche al Centro Asturiano, donde debía reunirse el jurado. No obstante, ni la maliciosa escoba detrás de la puerta le perdonará el delirio de su hermosura. A la calle Santa Irene número 16, en Santos Suárez, van a buscarla sus amigas más íntimas, junto a la delegada del carnaval y, casi a la fuerza, entre risas y bromas, la obligan a participar.
Durante el lance ella se sienta en una esquina, casi arrinconada, mientras que las demás contendientes se pasean inquietas por el escenario mostrando una lindura virgen, callejera, de arrabales, superior a la de abolengo. ¿El veredicto final? ¡Inapelable! Eludiendo los chistes pasaditos de tono, el fanfarroneo de los «guapos» y el tradicional desparrame de la multitud, Ramona García, a los 26 años de edad, se convierte en Ramona I, nuestra primera reina, todo un ícono para los mozuelos en busca de abrigo y desahogo.
Junto a ella son envestidas como damas de honor la habanera Teresa Anckermann, empleada también de la Susini e hija del violinista Carlos Anckermann; Consuelo Caridad, nacida en Guane, Pinar del Río, y anilladora de La Corona; María de la Cruz, oriunda de las Islas Canarias, camisera de la Casa Cabañas de la calle Obispo; y Margarita Gutiérrez, miembro de una familia capitalina, sombrerera de mujeres de La República en Galiano.
Tras su encumbramiento, a Ramona García le entregan su nuevo traje, un regalo de la tienda La Casa Grande, y el 24 de febrero, primer día de carnaval, es proclamada reina en la Casa Consistorial, antes de dirigirse al Parque Central en compañía de sus damas de honor y de Julio de Cárdenas para depositar varios ramos de flores al pie de la estatua de José Martí. Durante el paso de la comitiva por las calles más transitadas, con la custodia de apuestos oficiales de la policía montada, el pueblo no cesa de aplaudir, armar berrinches y tirar flores.
El vals de la Cenicienta
La nueva diosa de la belleza de los cubanos es realmente un foco permanente de elogio gracias a su semblante hermoso, firme, gentil, bondadoso y sereno, no exento de cierta picardía. Además, en ella resaltan su impecable vestido blanco, las flores tropicales sobre el busto y en el peinado y una alta cabellera negra que se encaracola como si quisiera huir de las manos atrevidas y lujuriosas.
Durante los jolgorios carnavalescos la reina, llena de esplendor y, a la vez, dueña de una naturalidad que desarma, es paseada por toda la geografía capitalina como una mujer feliz y venturosa. Tiene, claro, pretendientes y enamorados por montones, todos buenos mozos, ricos y caballerosos, mas nunca olvida su origen humilde. Ni los bienes materiales, ni las palabras bonitas y bien dichas la hacen perder la cordura.
Ramona I recibe numerosos regalos solicitados por la periodista Carmela Nieto desde la columna de un conocido órgano de prensa y, al final, le entregan una casa en la calle Concepción, en la Víbora, que sus adoradores decoran a lo grande.
No obstante, no deja de ser Monona, como la llama su gente, la muchacha afable y modesta que «apenas habla». Jamás hace ostentación de nada, incluso, cuando sus antiguas colegas de la cigarrería la visitan se presenta ante ellas con trajes modestos, sin prendas ni lazos, «para no ofenderlas». En un legajo anónimo del Archivo Nacional se hacen constar las ayudas que brinda a varios menesterosos. Asimismo, logra el indulto de dos o tres presos de buena conducta que le envían cartas rogando el perdón.
«Ella se niega a casarse»
Cuando Ramona García llevaba catorce meses de relaciones con Ramón Cortiñas, un conductor del tranvía Jesús del Monte-Vedado, cae enferma y tiene que posponer las nupcias. Este romance es aprovechado por Julio de Cárdenas para solicitarles a los novios que contraigan matrimonio al finalizar los carnavales a fin de satisfacer un clamor popular.
Sin embargo, cuando la ceremonia, prevista para finales marzo, está casi lista, la reina se niega rotundamente a acudir al altar sin antes colocar en un buen trabajo a Quirino García, su papá. Tal conflicto llega a su clímax cuando Ramona I y sus damas de honor, escoltadas por Julio de Cárdenas, son recibidas por el gobernador provisional estadounidense en Cuba, Charles E. Magoon, con un amplio prontuario como corruptor de la conciencia política y cívica de los cubanos.
Sobre el comentado suceso, F. Meluza Otero regala una pintoresca anécdota:
«En los momentos en que don Julio de Cárdenas, austero y cordial, iba del brazo de Ramona I, para saludar al gobernador norteamericano míster Charles E. Magoon, insistía: la boda debía ser el broche de oro. Ramona I seguía en sus trece…
Magoon se inclina ante la reina del Carnaval, besa sus manos enguantadas de cabritilla blanca. Y don Julio, en una frase oportuna, le dice al gobernador: «Ella se niega a casarse».
—¿Qué es lo que exige? —preguntó intrigado Magoon.
Y la soberana habla. Don Julio iba traduciendo sus palabras. Y una irónica carcajada rompe la solemnidad del momento. Después, dijo Magoon:
—Su Majestad, dígale a su padre que mañana, a las cuatro de la tarde, venga a verme en el palacio de la Plaza de Armas para entregarle un nombramiento en la aduana de La Habana».
Ramona García, con ojos azules, grandes y vivaces, se une a Cortiñas en la capitalina Iglesia de la Merced, en la última jornada de los desfiles, con Julio de Cárdenas y su esposa Rosa Echarte como padrinos de honor y el polémico Conde Kostia en plan de cronista desde las páginas de El Fígaro. Es una boda única, soberbia y glamorosa, llena de luces, velas y flores, rostros aduladores y acróbatas de cuellos blancos sobre la cual las chismosas de los barrios aledaños hablarán durante años.
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