ARCHIVOS PARLANCHINES: El Parque Central habanero
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Los orígenes del Parque Central Habanero, talismán de los bohemios, se remontan a la fecha de 1772, cuando al Marqués de la Torre, punta de lanza del Despotismo Ilustrado aplicado por el monarca español Carlos III en sus posesiones americanas, se le ocurre la pícara idea de construir el Paseo de Extramuros (antecesor del ilustre Prado), con cuatro hileras de árboles del bosque cubano y una calle central muy ancha recorrida tras la puesta del sol por las damas de abolengo que salen en coches de la Puerta de Monserrate y huyen del enjaulamiento de La Habana intramuros, cada día más indócil.
Más tarde, el catalán don Francisco Marty y Torrens erige, en parte de los terrenos del antiguo Jardín Botánico capitalino, el Gran Teatro Tacón —actualmente, Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso—, que es inaugurado en febrero de 1838 con una temporada de varios bailes carnavalescos tan sensuales como tumultuosos. Y otro tanto hace Juan de Escauriza y Lastra, quien edifica en 1841, en la hoy esquina de Prado y San Rafael, un edificio de dos plantas que ocupa el café Escauriza (carente de portales y con unas aceras bastante estrechas), el cual es sede en los años cincuenta y sesenta del siglo XIX de numerosas actividades sociales, entre las que figuran la creación de un Gabinete de Lectura, ideal para leer periódicos de muchas procedencias, y un Libro de Avisos que ayuda a concertar citas románticas o de negocios.
Los muchachos que empiezan a juntarse en el aristocrático Escauriza visitan, asimismo, el Café Brunet, encarnizado rival de aquel, abierto en el vestíbulo del Gran Teatro Tacón, con billar, dulcería y confitería; el vecino Hotel Legrand, y la más alejada chocolatería La Bayonera, de la esquina de Prado y San Miguel, de bastante mala reputación por los escándalos que allí se producen entre los agentes de casas de empeño poco escrupulosos, vendedores de objetos robados y petardistas.
Sin embargo, nuestros bullangueros tatarabuelos no pueden disfrutar aún del Parque Central, al menos no en su forma actual.
Sus terrenos, rellenados con piedras tras la desecación en una laguna profunda que había allí, anidan en esos tiempos tres plazas carentes de una verdadera grandeza: la primera, de cara al Tacón, exhibe desde 1840 la escultura de bronce de un metro y medio de alto de la reina Isabel II, a la edad de seis u ocho años, con una verja de hierro y un pedestal de mármol, la cual es donada por el ricachón cubano don Nicolás de la Cruz Muñoz, conde de Casa Brunet; la segunda es propiedad de la poco suntuosa fuente del dios Neptuno, sustituida en los años cincuenta por una vulgar farola de gas; y la tercera no merece mayor crédito dado los escasos ornamentos de su fuente.
Por fortuna, el Parque Central, mágico para los irreverentes y temido por los más conservadores, se empieza a robustecer como un conjunto unitario a finales de los ochocientos y principio de los años diez con unos butacones de hierro de la municipalidad que permiten disfrutar de las habituales retretas y hacen las delicias de los caminantes más fogosos y de los chismosos de siempre.
En su centro se yergue el mármol de Isabel II, ahora como reina adulta, situado allí en 1857, y a su alrededor se levantan varios inmuebles emblemáticos, algunos ya desaparecidos, como el café El Louvre y el Hotel Inglaterra; el café-restaurante Cosmopolita; los Helados de París, punto de encuentro de la alta sociedad de la capital; el Hotel Telégrafo; la Bodega de Alonso, paradero oficial de los coches de alquiler; el Circo Pubillones, enclavado donde hoy está el Hotel Plaza, célebre entre los niños gracias al viejo elefante Romeo; el teatro Payret y la manzana del Gran Teatro Tacón, con su Cuartel de los Bomberos del Comercio, punto de seducción del mujerío de la villa.
Además, el Parque Central, con sus caminos de hermosas flores y abundantes árboles vírgenes, se revela como una suerte de calidoscopio de la cada día menos apacible y noble Habana. En sus «Viejas postales descoloridas», dadas a conocer por el Diario de la Marina del 16 de febrero de 1941, el dramaturgo Federico Villoch alerta:
«El Parque Central era como la vitrina en que se exhibía a diario la sociedad habanera; y así se decía: —¡Qué vieja se está poniendo Teresita!, —¡Qué delgada está Margarita!, —¡Parece que alguna pena le aqueja a Merceditas!, —¡Se ve que Manolito le está haciendo la corte a Esperancita! [...]. A cada uno de esos nombres propios, agréguese el apellido de alguna de las familias más destacadas de entonces. Allí se sabía o se adivinaba la situación económica de cada familia, y se veía quiénes estaban o no a la moda [...]».
En el Parque Central existen en esos tiempos varios grupos con credos muy particulares. En la parte que da hacia la calle Zulueta se reúne, con bastante frecuencia, una peña de músicos presidida por Raimundo Valenzuela, compositor y trombonista, ídolo de la juventud danzante. En otro lugar, más hacia el interior, se agrupan los corredores y bolsistas que arman un círculo escandaloso y chillón llamado El Bolsín, mientras que los periodistas y literatos organizan, por su lado, interesantes reuniones cerca de la imagen de Isabel II, con el fin de hacer derroches de acrobacia intelectual con chistes, agudezas, críticas y engorrosos acertijos.
El Parque Central cobija también a los chulos reunidos allí bastante a menudo para esperar a las sacerdotisas tarifadas que, en ocasiones, establecen relaciones muy predilectas con los llamados «tacos», jóvenes de buenas familias que frecuentan la acera del café El Louvre y el Hotel Inglaterra, y los ayudan en sus gastos superfluos. Ulmo Truffín revela en el Heraldo de Cuba del 3 de mayo de 1931:
«Sentados en los típicos sillones férreos, apología del verde, libres por el suave terral de las serenas noches tropicales, aguardábamos, a veces, pasadas las doce de la noche, que vinieran a buscarnos las “muchachas alegres” que, terminadas sus faenas, nos dedicaban, sin otro interés que la cena y el coche, el resto de la noche [...]».
Llamado durante mucho tiempo el de Isabel II, el Parque Central —recibe en 1905 a nuestro José Martí, esculpido en mármol blanco de Carrara por José Vilalta y Saavedra— aglutina, igualmente, como un sólido imán, a militares y burócratas peninsulares, ociosos la mayor parte del tiempo; a toreros-maletas de algunas cuadrillas españolas; a cómicos con o sin contratas; a borrachos callejeros; a afeminados y a rateros acechantes todo el tiempo de los «habitantes de la luna», que duermen en los bancos, para robarles sus sombreros o zapatos.
Tampoco faltan en el lugar canes como Pancho, sato, aunque de ejemplar comportamiento en espectáculos, entierros y manifestaciones, y perritas al estilo de Camila, envenenada de forma criminal, al igual que su antecesor (esta convoca en su velorio a más de 300 personas que llevan velas en las manos).
En estos tiempos tan globalizados, el Parque Central no ha perdido ni en un ápice su valor testimonial, y sigue siendo un punto de atracción para todos los cubanos y amigos que nos visitan, quienes se aventuran por este pulmón del trópico a la manera del explorador de alma libre y venturosa que se sienta en sus viejos bancos con el rotundo propósito de seguir gozando de la vida. ¡No faltaba más!
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