Regreso a uno de mis temas favoritos. La “democracia” burguesa es esencialmente antidemocrática: es una sofisticada maquinaria de leyes y artificios que modula o impide la voluntad popular y viabiliza la gobernabilidad de las oligarquías. Su tarea es la sostenibilidad política del capitalismo. En la medida en que el entramado social de un Estado se hace más complejo, acepta la existencia de una “izquierda” sistémica, con propuestas flexibles y populistas, que reorienta el descontento popular hacia la aceptación del status quo. Solo por accidente –situaciones de crisis de paradigmas políticos y conducta errática de las fuerzas del Capital trasnacional–, accede la izquierda revolucionaria al micro-poder nacional. Pero el concepto de izquierda revolucionaria es variable, y depende de la situación concreta del Estado en el que se presenta. Hugo Chávez es izquierda revolucionaria en Venezuela, y Correa lo es en Ecuador, aunque entre ambos mandatarios existan diferencias importantes. Zelaya en Honduras y Lugo en Paraguay estarían muy lejos de los dos líderes anteriormente mencionados, y sin embargo, resultan inadmisibles en sus respectivos entramados sociales.
Allí donde existe una burguesía nacional y un interés nacional (en el sentido burgués clásico) aparecen gobiernos antimperialistas; en las condiciones actuales, una manera altamente subversiva de ser de izquierda. Pero, ¿quedan aún burguesías nacionales en el mundo? América Latina es ese lugar atípico, "fuera del tiempo", donde se producen accidentes políticos en cadena (Venezuela, Bolivia, Ecuador), y simultáneamente, actos de desacato a la autoridad trasnacional por parte de burguesías nacionales que necesitan retomar el control de la plusvalía interna. La confluencia en el tiempo de esas dos variantes de rebelión –una auténticamente revolucionaria, la otra burguesa, pero ambas antimperialistas o al menos,
anti-los-imperialismos-vigentes–, ha situado a Nuestra América, como la llamaba Martí, en el ojo del huracán.
Algunas burguesías, como la chilena, dejaron de ser nacionales, y el amago rebelde se diluye en retórica: ningún gobierno “socialista” tuvo en Chile la osadía de sus pares argentinos o brasileños, y la derecha de regreso, excepto en detalles que la afianzan, ha mantenido el rumbo neoliberal de sus predecesores “progres”. En México, el TLC destruye cualquier ímpetu nacionalista, y la narco-corrupción devora los entramados partidistas; en ese contexto, un hombre tan ambiguo, tan rosado como López Obrador, puede parecer revolucionario, y los verdaderos poderes trasnacionales se permiten el lujo, pese a todo, de considerarlo un estorbo innecesario (lo que en ese país puede significar: poner en marcha la maquinaria eleccionaria de la "democracia", hecha para ir al seguro y ganar, o cometer fraude, o asesinarlo).
El huracán latinoamericano ha removido discursos y políticas centenarias. La derecha venezolana, en su campaña electoral, usufructúa el discurso de la izquierda. El cinismo es una de las variantes de la desesperación: en Cuba, la contrarrevolución ya no esconde, sino que reclama su “derecho” a ser financiada por el Gobierno de los Estados Unidos, mientras crea un diminuto segmento que se rotula de “izquierdas”, y convive con la derecha más recalcitrante. Para eso es la “democracia” burguesa: para que diversas opciones de una misma propuesta convivan alegremente y cada cuatro o seis años, cambie el administrador del sistema en elecciones bien financiadas.
Si peligra el cambio razonable se organiza un fraude discreto (en los Estados Unidos a favor de Bush Jr., en México a favor de Salinas de Gortari o de Fox), o se declara antidemocrático al ganador, y se inician las conspiraciones. Sucesivos golpes de estado se intentaron en Venezuela (civil-militar uno, petrolero el otro), en Bolivia, en Ecuador. “Demócratas” declarados como Aznar o Bush Jr. reconocieron de inmediato al golpista Pedro el Breve en Venezuela. Pero la resistencia de movimientos populares articulados en esos países, impidió la consumación del ajuste forzado. No ocurrió lo mismo en los eslabones más débiles: Honduras y Paraguay.
Lo curioso en estos últimos, es que fue en nombre de esa democracia –lo cual, repito, es su función– que se desconoció y alteró la voluntad popular: en ambos países parlamentarios corruptos, latifundistas, enarbolaron razones “técnicas” para impugnar el mandato que el pueblo había concedido. Obama, el “presidente del cambio”, ha seguido al pie de la letra el guión de los republicanos. Reconoció la “legalidad” del golpe en Honduras, y si se afianza como parece en Paraguay, acabará por otorgarle su bendición.
Ya se sabe que el Papa por el que necesita ser bendecida la oligarquía paraguaya, no es el del Vaticano. Y este Papa y sus cardenales –me refiero a Obama y a su Gobierno–, saben organizar subversiones “democráticas”, con banderines de colores. Nada hizo en realidad Lugo para merecer el odio de la oligarquía de su país (hizo menos que Zelaya, que retó al imperio con su postura ante la OEA y su inserción en el ALBA), pero hizo demasiado: tendió un puente de diálogo con el pueblo, lo despertó, coqueteó con sus derechos largamente soslayados, aún cuando no quiso o no se atrevió a organizarlo.
Nadie estuvo nunca más dentro del sistema, y a pesar de todo, fuera de él. Esta guerra se asemeja cada vez más a un juego de ajedrez, en el que las piezas “enemigas” se saltan o se comen en nombre de la democracia. Pero ello es síntoma de una inusitada debilidad del sistema, de su precario funcionamiento. Yo no quiero esa democracia para Cuba: por burguesa, claro, y por antidemocrática.
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Adelaida Nuñez
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