ARCHIVOS PARLANCHINES: ¿Cara o cruz?

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ARCHIVOS PARLANCHINES: ¿Cara o cruz?
Fecha de publicación: 
4 Mayo 2018
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Aunque algunos intenten escamotear la verdad, lo cierto es que los muchachos de La Acera del café habanero El Louvre, que se extiende de manera libertina desde el hotel Inglaterra al Telégrafo, frente al Parque Central, representan, desde finales del siglo XIX hasta principios del XX, a lo más florido de la juventud de la capital en la literatura, las artes, las ciencias y la vida militar. Es sabido también que La Acera no carece de las fogosidades, las extravagancias, las acometividades, las despreocupaciones y las locuras típicas de esa época.
 

Pero, lamentablemente, los inquilinos de La Acera, llamados tacos, se enfrentan, con bastante periodicidad, en feroces duelos, los cuales, en ocasiones, terminan de manera cruenta. En estos combates, el tradicional espíritu aventurero del Louvre cede su turno a conceptos como los de la integridad, la valentía, la hidalguía caballeresca y la justicia, en una suerte de ruedo taurino donde todo es válido: los mozuelos lo mismo aceptan un reto a sable o pistola que a puñetazos, palos, píldoras malignas, pedradas, cubos de agua, lazos mexicanos, ruletas rusas y tiros de fusiles. Ningún encuentro es rehusado ni se le niegan las debidas reparaciones a nadie.
 

Paradójicamente, en estos hechos no toman parte casi nunca los muchachos mejor educados y duchos en el manejo de las armas, sino los que no saben una palabra de esgrima o tiro; sin embargo, están siempre listos para cambiar la fiesta por la bronca más pendenciera, como Quijotes, víctimas siempre del malsano qué dirán.
 

Al referirse a las causas y reales dimensiones de los duelos, escribe Gustavo Robreño en La Acera del Louvre, una novela histórica dada a conocer en 1925:
 

«La juventud naciente, que admiraba las proezas de sus predecesores, sentíase envidiosa de ellos e inclinada a superarlos en heroísmo, en aquel santo y desinteresado heroísmo de los patriotas del 68, pero el cese de las hostilidades había contenido el ardor bélico, y así, tuvieron los jóvenes que desahogarse en combates singulares y dar escape a su coraje. Lo más extraño de este deseo combativo era que los cubanos no la emprendían, por lo general, contra los colonialistas españoles, sino que los innumerables lances caballerescos se concertaban entre amigos de toda la vida».

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Gran Café El Louvre, en el portal del hotel Inglaterra (esquina de Prado y San Rafael), en la actualidad.

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Los duelos de los tacos, bueno es advertirlo, son en extremo peligrosos, pues los sables son afilados, con meticulosidad, en la Casa de Ribis, de la habanera calle Galiano, algo que no sucederá en los años cuarenta del siglo pasado, pues, en ese entonces, estos artefactos homicidas llegan a los enfrentamientos con sospechosas mellas en sus bordes.
 

El primero de los choques en alcanzar el palmarés de la posteridad se lleva a cabo en agosto de 1887. Los adversarios son el abogado y periodista Francisco Pancho Varona Murias, hombre atrayente, nervioso y agresivo, y Pascasio Álvarez, español muy saleroso, director del semanario El Asimilista. Pascasio, temerario en la provocación, publica el artículo «Tipos habaneros: los hombres que matan», texto considerado por Pancho como injurioso contra su persona, y enseguida se caldean los ánimos.
 

Varona Murias, llamado El Gallito de La Acera, quien no maneja bien ninguna de las armas y acude a los encuentros seguro en su gallardía y buena suerte, nombra como padrinos a Fermín Valdés Domínguez, el gran amigo de José Martí, y al escritor costumbrista Felipe López de Briñas, y tras algunos pugilatos verbales con los representantes del hispano, da a conocer un suelto en el que califica a Pascasio de «tipo miserable, de vida abyecta y conducta vergonzosa».

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El Gallito de La Acera

 

Ante tamaño escarnio, el ahora ofendido redactor escoge la pistola para el desafío ―es tirador experto―, celebrado en las cercanías de la carretera de Güines, en un terreno no muy distante del entonces caserío de Luyanó. Las armas empleadas pertenecen al general Carlos Guas y Pagueras. El juez de campo es J. Martínez Oliva.
 

El autor costumbrista L. Bay Sevilla, en la edición de marzo de 1947 del Diario de la Marina (Magazine Ilustrado), narra:
 

«Iniciado el combate y al sonar la segunda palmada se pudieron escuchar dos disparos casi simultáneos, sin resultados desagradables para los contendientes. Sonó después el segundo disparo de ambos, y en esta ocasión, la bala disparada por Álvarez causó una leve lesión en el costado derecho a Varona Murias, sonando entonces la palmada que ordenaba el tercer disparo.
 

«Al sentirse el estampido de las detonaciones, Pascasio Álvarez contrajo el rostro en trágico gesto de dolor, y soltando la pistola, se llevó ambas manos al vientre, dando señales de desfallecimiento. En tanto esta escena se desarrollaba, Varona Murias fue palideciendo; tanto, que Martínez Oliva gritó:
 

«—¡César, Jerez, acudan a ver a Pancho!
 

«Cuando ambos se le acercaron, este susurró:
 

«—No estoy herido».
 

El criollo es desterrado a España, donde aguarda el sobreseimiento de la causa por el deceso de Pascasio. A su regreso, reconoce la temeridad de su adversario, sereno a la hora de la muerte, sin amigos o parientes que resguarden sus restos, y hace construir una tumba protegida por una verja, a la cual envía, con frecuencia, un ramo de flores frescas.

En mi libro La isla del buen humor puede incluir unas importantes declaraciones de Varona Murias, realizadas antes de morir de un balazo en la frente durante la Guerra de 1895: «Yo hubiera deseado, en los instantes en que tan pertinazmente se me provocaba, romperle una costilla a mi difamador; pero matarle, ¡jamás! Entre morir y matar, más vale morir. Por lo menos, no le asaltan a uno, de cuando en cuando, dudas acerca de la justicia que le asistió para cometer un acto a todas luces injusto y brutal».

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