EN LOS CINES CUBANOS: La piel que habito
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No hace falta ser un experto para darse cuenta inmediatamente de que La piel que habito ha sido hecha por Pedro Almodóvar. Y aun advirtiendo la mano del cineasta español, conociendo sus señas e intentando interpretar las pistas que nos cede, no podremos descifrar nada porque estamos frente a un autor que nunca se repite.
Me atrevo a asegurarlo a pesar del criterio de sus detractores. Para nadie es secreto que el universo del sexo y Almodóvar son un alter-ego, pero ha sido precisamente la ingeniosa manera de explotar ese leitmotiv y reinventarlo cada vez en casi una veintena de películas, lo que lo consagra como un maestro del melodrama.
Por tanto, esta historia, dramática hasta la médula -como todas las que llevan su firma-, que coquetea con lo fantástico y la bioética, no se parece a ninguna otra suya.
¿Será nuestra piel la barraca eterna que hemos de habitar aun cuando nuestro interior exprese lo contrario? ¿Qué/quiénes somos…? ¿Lo que vemos, lo que ven los demás, lo que deseamos, lo que sentimos…?
Roberto (Antonio Banderas) es un cirujano plástico obsesionado con crear una piel perfecta debido al trauma de haber perdido a su mujer quemada en un accidente automovilístico. Lograr una dermis lo suficientemente resistente solo es posible experimentando con transgénicos, algo que está prohibido. Sin embargo, este trabajo en secreto no será el mayor crimen del galeno.
Él es presa de sus deudas sentimentales, del pasado traumático que vivió su esposa y luego la hija adolescente (ambas víctimas del suicidio), de su egoísmo, y de esa mezcla de autosuficiencia que lo acerca a sus antecesores Fausto y Viktor Frankenstein.
La piel… es el retrato de un amor loco, insano podríamos decir, que nace del castigo, del arrepentimiento, de la obstinación, de esa irrebatible y siempre latente en la filosofía almodovariana «ley del deseo», de la necesidad por poseer lo bello, lo aparentemente perfecto; sobre todo porque uno mismo lo ha creado.
Almodóvar nos regala una película en la que la naturaleza de cada uno de los personajes emerge sin tener que dar explicaciones porque resulta más interesante si las descubrimos nosotros mismos a través de los recursos visuales, la decoración, los objetos fetiches. Por ejemplo, una escena resume la obsesión del doctor Roberto con las formas. En medio de una conversación con un colega, el cirujano practica la jardinería: se enfrasca en guiar las ramas de un pequeño árbol ornamental mientras las cubre con alambre.
Esta es la misma perversión que lo domina al querer convertir un «paciente» a la imagen exacta de su esposa adúltera.
Pero la condena impuesta al otro gira en su contra, como si las cosas contra natura tuvieran que ser castigadas, como si estuviéramos destinados a sucumbir siempre ante lo prohibido.
El desenlace del filme está ahí, pero llega con sorpresa, como cada uno de los puntos de giro que Almodóvar emplea en su narración. Las subtramas, aparentemente nimias, están perfectamente pensadas, cual si hubieran sido las costuras finales en un salón de cirugía.
La piel… muestra una fotografía cuidadísima que juega con las líneas temporales y los estados de ánimo de los personajes, de quienes nos hace dudar constantemente. La complicidad que llega a existir entre víctima y verdugo asusta. Cabría preguntarse si Almodóvar sigue protocolos específicos para poder jugar tan fácilmente con nuestras emociones.
Todas las actuaciones son -como de costumbre- excelentes y la historia, por momentos inverosímil, engancha, tal vez porque es aberrada, retorcida, extravagante, depravada, sacrílega… y todo cuanto su creador hubiese deseado que nosotros sintiéramos porque luego de sentirnos extrañados, no nos quedaría otro remedio que rendirnos a sus pies.
La piel que habito es una cinta que se recomienda, incluso para incrédulos. Hasta ahora nunca he podido levantarme de una butaca mientras veo un filme de Almodóvar, ya sea para aplaudirlo o criticarlo. Hay que reconocer que el manchego siempre encuentra cómo y por dónde seducirnos.
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