ARCHIVOS PARLANCHINES: Coleccionistas de la Villa del Humor
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En 1987, pocos meses después de haber comenzado a escribir crónicas para el periódico El Habanero, perteneciente a la antigua provincia de La Habana, Tito Meriño, hoy un reconocido fotógrafo de Prensa Latina, me habló, casi en secreto, sobre René de la Nuez, padre del famoso humorista gráfico del mismo nombre, creador de El Loquito, y amigo de Eduardo Abela, otro importante cultivador del género.
René vive a la sazón en el poblado de San Antonio de los Baños, no lejos de la capital, en una vivienda rodeada de orquídeas, rosales, malangas, matas de mango y palmas. Allí, en realidad, todo parece ser intrascendente, menos en un detalle: los que entran al lugar se quedan sorprendidos ante la vista imponente de unos 500 cactus, los cuales se expanden a la manera de un tapiz que juega con el verde soberbio del trópico y le pone trampitas al son radiante y a la luna enamorada.
Nuez, uno de esos poetas engendrados por el monte en medio de algún chaparrón, empieza a trabajar a los dieciséis años como barbero y cuando está a punto de la jubilación enseña a pelar a catorce barberitas en una experiencia solo comparable con los gozos que vive como alfabetizador. Luego, canoso y delgaducho, entra como activista en la Casa de los Abuelos del pueblo, donde organiza excursiones y travesuras a pesar de sus setenta y tantos… Luego de invitarme a tomarnos un cafecito negro y fuerte como el empujón del mulo, me comentó:
«¿Qué es para mí la naturaleza? Amor, desprendimiento, vitalidad. Yo soy un nativo del río Ariguanabo y cuando era un muchachón pescaba todos los días en él con mi bote Jalisco. También cazaba animales y recolectaba plantas raras, que enseguida llevaba hacia mi hogar. ¿Mis padres?, ellos me sensibilizaron con lo frágil y necesitado de protección».
Un día, a René se le mete en la cabeza la idea de coleccionar cactus y, como buen porfiado, nunca abandona el extravagante proyecto, a pesar de sus estrecheces y falta de recursos. Sus hijos René y Raúl le traen semillas de varias partes del mundo y sus amigos Sergio Miró y Carlos Montes de Oca, montaraces confesos, no dejan de echarle una mano para que el Cabeza de Viejo, el Barril de Oro o Asiento de Suegra, El Mono y otras plantas de la familia de las cactáceas se empinen como chiquillos gozosos, dispuestos siempre a dar pelea.
«Sí… sí… yo cuido a mis árboles: los riego una o dos veces por semana, les garantizo un buen drenaje y, ¡muy importante!, los tengo permanentemente al sol y a la luz. No quiero aparecer como «un anciano misterioso», pero enseguida me entero cuando uno de ellos anda con problemas y le ofrezco apoyo y cariño. Estas plantas exigen muy poco, y a cambio, dan su belleza, elegancia, perfume y hermosas flores».
«Una vez no pude traerle un cactus de Chile y mi papá se peleó conmigo una semana; en su pasión era muy estricto», asegura en broma René de la Nuez. Foto: Juventud Rebelde
El hombre de los 500 cactus de la Villa del Humor, como lo llaman en el vecindario, parece un mozuelo al dialogar y sus energías contagian a los más taciturnos. Un día tras otro, se roba los hijos de los cactus y los va sembrado en recipientes llenos de arena lavada, donde estos expanden las raíces de lo eterno. Según él, las limitaciones impuestas por los años no existen; son un pretexto para los desahuciados que temen recibir una segunda oportunidad.
Antes de la despedida, René de la Nuez me habló sobre su amigo Adalberto León (Tato), otro empecinado coleccionista, un hombre de pocas palabras, receloso y de no muy buenas pulgas, a quien se le conoce en San Antonio por su rara habilidad para atrapar y atesorar mariposas. Me insistió en que valía la pena hacerle una visita.
Tato, un consumado setentón, pasa toda su niñez y juventud atrapando pajaritos, poniendo trampas y buscando arbustos raros. Más tarde, en la adultez, trabaja como zapatero, carpintero y cartonero, hasta que se retira en 1982, y planta su «campamento» en una arboleda adornada con lo mejor de la flora local. Allí, riéndose del calendario, cuida periquitos, fabrica muebles, pinta cuadros y hace trabajos de arte popular con semillas, arenas de colores y yaguas.
Como si fuera poco, este guajiro caza mariposas desde que es un quinceañero, y con los años, permite a los amigos y curiosos el disfrute de un panorama onírico: en su residencia se alinean, a la usanza guerrera, en cajas con tapas de cristal, cientos de ejemplares nacionales y extranjeros como la Phoebis Avellaneda (amarilla y roja), la Greta Cubana (carmelita, blanca y transparente) y La Bruja (majestuosa, con dibujos en las alas). Estos insectos, esbeltos, arrogantes, sensuales y llenos de colores, muestran un perfecto estado de conservación y constituyen la razón de ser de Tato, quien, a pesar de carecer de estudios especializados, logra, ante el asombro de los eruditos, diferenciar la hembra del macho en especies poco comunes y muy difíciles de clasificar.
Tato con sus mariposas de colección.
«No crío mariposas, como se cree —me indica cuando me estaba mostrando su enorme patio—, aunque hace unos tres años vi una Papilio Polyxenes Asterius hembra, en Güira de Melena, y como este linaje está casi perdido, corrí hacia acá y sembré, en un cantero, una mata de hinojo de anís. ¡Y qué le cuento! Con los días se me apareció la señora Papilio y puso unos veinte huevos, de los que saqué unas dieciséis maripositas, muy valiosas para los aficionados y expertos».
René de la Nuez y Tato siguen dando lata unos años más con la genuina bondad de los seres anónimos que nada piden y que, por el contrario, nos regalan un ejemplo de osadía que pone en crisis a los escépticos y hace correr a los vagos. No por gusto los moradores de la Villa del Humor aún hablan de sus cactus y mariposas. ¡Enhorabuena!
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