ARCHIVOS PARLANCHINES: Los relojes de Homero

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ARCHIVOS PARLANCHINES: Los relojes de Homero
Fecha de publicación: 
23 Febrero 2018
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Es un secreto a voces en el primer lustro de este siglo: en una vetusta casona de la ciudad cubana de Matanzas el tiempo está apresado por un grupo de viejos relojes de pared, los cuales se enmascaran para huir del deterioro de lo divino y ofrecerles a los viajeros una rotunda lección de eternidad. Estos dinosaurios, además, funcionan y dan la hora con una exactitud que hace palidecer de envidia a los genios de la relojería contemporánea. ¡No lo duden!

El creador de esta exposición es Homero Hernández Miyares, un matancero nacido en la localidad de Colón en 1937, quien luego de abandonar la escuela, donde no era muy aplicado, y apoyar a su papá en una escuálida fábrica de helados, se traslada en los umbrales de los sesenta hacia la capital provincial para trabajar, durante unos veinticinco años, como cantante de un grupo musical en la playa de Varadero. Allí, entre las presentaciones en vivo, los ensayos y alguna que otra incursión en el pentagrama como creador, va consolidando una pasión recóndita a la que se tira como en una piscina.

«Desde los veinte empecé con mi pasatiempo. Unos familiares de mi mujer nos regalaron, en un cumpleaños, dos bellos relojes de pared, y desde ese momento empezaron a gustarme —me indica cuando lo entrevisté en 2007 en la salita de estar de su casa laberíntica—. Veía alguno por ahí y trataba de hacerme de él, aunque estuviera roto. En unos casos lo compraba y en otros, para salir de mí, me lo daban gratis. Cada uno muestra su historia y sus anécdotas. Ahora hay en mi vivienda cerca de doscientos. Están a la vista: en el zaguán, sala, saleta y comedor. A varios los tengo debajo de las camas, pues ya no sé dónde ponerlos.

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«Salvo excepciones, están bien; sin embargo, sus máquinas, muy viejas y sufridas, ahora, duermen plácidamente. Cuando los pruebo, una vez al mes, digamos, y hallo un defecto en un reloj, trato de echarlo a andar de todas formas. No soy relojero, pero los entiendo un poco. Soy más bien restaurador. Trabajo la madera y algunas de sus piezas también. Ellos me han dado grandes satisfacciones. Antes, cuando les pasaba algo lo sentía hasta el dolor. Hoy tengo más calma... debe ser la edad».
 

Según pude observar, los relojes de Homero, alemanes o norteamericanos, son de cuerda y pueden funcionar hasta diez días sin parar, a pesar de haber sido diseñados a fines de los ochocientos y principios del siglo pasado. En su época de mayor gloria, presidieron los rituales señoriales de los nuevos y viejos ricos y, en la actualidad, sin tener un gran valor económico, son muy codiciados por los anticuarios y los museos.
 

«Aquí en Matanzas me conocen, por la calle me dicen: “Tú eres el de la Casa de los Relojes”. Como vivo céntrico, me ubican fácil. Cuando tengo la puerta abierta, los curiosos miran, me hacen preguntas y han tratado de comprarme algunos modelos. No… no quiero más ejemplares. Me siento satisfecho con la cantidad que tengo. Si te embarcas con muchos hijos, no los puedes cuidar bien, y yo me considero un buen padre».
 

Tímido, modesto y de pocas palabras, Homero aparece con cierta frecuencia en la prensa escrita, la televisión, la radio y hasta en el cine. Igualmente, se suma a proyectos muy interesantes como el montaje de la Sala de los Relojes del Museo Provincial Palacio del Junco. En este último esfuerzo, trabaja al lado de Raúl Ruiz Rodríguez, antiguo Historiador de la Ciudad, quien auspicia varias de sus exhibiciones en ese mismo inmueble.
 

Cuando lo conocí, Homero tenía ya setenta años de sueños realizados, el pelo cano, arrugas como surcos y dos herederos bien grandotes. Además, no se atrevió a ocultarme otro de sus caprichos: ahí están sus grandes jarrones y sus casi ciento cincuenta platos de pared de buena porcelana europea. Su hidalguía, descontando la manía por las esferas, agujas y péndulos, parece radicar en el deseo libertino de salvaguardar todas las bellezas del hombre.

Relojes de Homero

«A Antonio Núñez Jiménez, buen amigo mío, yo le conseguí varios relojes de pared para su residencia y para un lugar en La Habana donde tenía antigüedades —me confesó por último—. Pero… una vez se atrevió a pedirme que le vendiera mi colección completa. Quería dársela a Eusebio Leal y exponerla al público. Entonces, nervioso, le advertí:
 

—Antonio, si a mí lo que me gusta es disfrutar los relojes todos los días… juntos...
 

Y él me respondió en broma:
 

—No, no importa, cuando tú quieras verlos, vas a La Habana y los ves…».

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