Van Van: Un mal que no tiene cura

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Van Van: Un mal que no tiene cura
Fecha de publicación: 
8 Diciembre 2017
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Hay algo en esa sonoridad que se convierte en un mal que no tiene cura. Tenía cinco años cuando, por primera vez, me senté frente al televisor a degustar a Los Van Van. Era casi un dictamen proviniendo de una familia casinera, con mi tío Eugenio y mi mamá Ileana en calidad de “pacientes” más febriles.

Con el tiempo aprendí que esa imagen de Juan Formell dibujando filigranas musicales con su bajo, esa cadencia peculiar, ese estado de semidiós de la música popular bailable en Cuba que adquirió prácticamente desde aquel 4 de diciembre de 1969, serían para nosotros como la beatlemanía para buena parte del mundo, salvando las distancias que pudieran existir entre El tren de la Música Cubana y los chicos pródigos de Liverpool.

Y es que para mí, pese a ser un niño entonces, fue fácil esperar Seis semanas, hacerme El buey cansa’o, mofarme de algunos personajes “titimaníacos”, incluso hoy en día… y congelar imágenes de cientos de sandungueras que me han estremecido en cuerpo y alma a lo largo de este pequeño viaje por el casino, la salsa, timba o como quiera que le llaméis.

Eso en la década de los 80 del pasado siglo, que fue cuando nací y, por demás, entré en contacto con aquellos long-plays de acetato que, como el más preciado de los tesoros, se conservaban y escuchaban en el tocadiscos de casa.

Tiempos en que las locomotoras del tren y todos los vagones destilaban creatividad; se escuchaban en autos, casas, restaurantes, teatros, matutinos, fábricas… como un eslabón más de la vida cotidiana. Y es que Formell, César Pedroso, Changuito, Pedrito Calvo, Mayito el Flaco, Lele padre e Israel antes, se encargaron justamente de eso, de musicalizar los pasajes de la vida de la forma más natural posible.

Antes, en los 70, una década en materia de inspiración muy particular, pocos se resistieron al Chirrín chirrán, Te traigo, La candela, Pastorita, Felicítame… tanto así, que en el plano de lo místico y eterno ha quedado el popurrí de esa década. Un examen de resistencia para el bailador empedernido, pues hablamos de más de diez minutos de intensidad suprema en la que se te van los pies y los reflejos te traicionan pidiendo no abandonar la pista. Sencillamente magnetismo.

Ya en los 90, más crecidito, Van Van se convirtió en un aliado fiel. El poseer aptitudes para el baile, ser buen casinero, te confería cierto plus o valor agregado. En plan conquista, invitar a una chica a bailar y llevarla con acierto por los senderos de Van Van, casi nunca fallaba. Fueron tiempos de transición para el Tren. Mayito Rivera irrumpió, al igual que Ángel Bonne, Robertón, Yenisel Valdés, la primera voz femenina en la historia de la orquesta.

Esas incorporaciones se conjugaron con la salida de Pupy y Changuito, quienes decidieron variar su camino, pero se llevaron parte de la maquinaria del Tren por siempre en sus almas. Un cambio tan significativo tuvo connotaciones. Algunos incluso, los más escépticos, especularon sobre el posible fin de Van Van.

Y en alguna medida, el Tren sufrió una pequeña avería o declive; para mí, imperceptible; lo confieso, señores.

Discográficamente, Aquí el que baila gana; Azúcar; Ay, Dios, ampárame; Te pone la cabeza mala y Llegó Van Van se encargaron de añadirle otra dosis de fanaticada a mis papilas gustativas.

Por ese entonces, al compás de Azúcar, visité Cancún, recé un versículo a Dios y blandí el hacha de Changó; se me puso la cabeza muy, pero que muy mala, en varios escenarios en vivo; en las plazas de formación de la Lenin, cantando en ruedas gigantes; en el anfiteatro, cuando integraba la coreografía del famoso módulo cultural; en el Salón Rosado de La Tropical y en La Piragua, en muchísima menor medida, pero casinero al fin… la música de Formell funcionaba como una especie de carta náutica. Reynaldo, Kadir, Eduardo, Maykel, Osmany, Hassel y Fernando, entre otros compinches de entonces y en lo adelante de mi vida, no me dejarán mentir.

Las décadas marcan el tránsito generacional en muchas esferas de la vida. Los 2000 me trajeron un tsunami musical, con las mismas esencias, pero atemperados a nuevas realidades musicales. Con una dosis mayor de timba abracé a Chapeando y Arrasando.

Continué en mi doping con Por qué no te enamoras; No pidas más presta’o; Después de todo; La buena; Agua o Tú a lo tuyo, yo a lo mío; Que no te dé por eso; Dame la luz; Este amor que se muere; Me mantengo; Mi songo

Buscaba en mis caminatas vespertinas de reflexión esos pictogramas convertidos en frases, puentes, estribillos y notas musicales. En el pentagrama rutinario del cubano lo hallé en el vendedor de maní, la santera pitonisa, la chismosa empedernida, el borracho, el niño que camina de la mano de su padre, la mulata feliz y sonriente, el bendecido por una visa, el carnicero, el bailarín clásico, el científico, el botero, la ama de casa…

Esa maquinaria indetenible continuaría moliendo temas en su trapiche sui géneris. Vendría La maquinaria; con ella, ese dolor y vacío inmenso que nos produjo a todos y cada uno la pérdida física del maquinista, de ese motor incombustible de nombre Juan Formell, del padre, hombre, amigo, apasionado del béisbol, los Industriales y el Latinoamericano, siempre presto a tender la mano a nuevas generaciones de músicos talentosos, a compartir su sapiencia y legado.

Tuve la oportunidad de conocerlo personalmente, compartir juegos de pelota juntos, asistir a su boda con Yaimara. No podía permitirme no rendirle homenaje en el Teatro Nacional, en calidad de amigo, pero mejor aún, de cubano que siempre carga en su mochila alguno de sus temas, como otros miles que por allí desfilaron con una flor en sus manos, como si de abrirle los brazos y “recibirlo” en el Olimpo de los inmortales de la música cubana se tratase.

Ahora, el eco ensordecedor de sus canciones llama a mi puerta. Van Van pasa por una metamorfosis. Intenta como desafío mantenerse fiel a la sonoridad que los ha distinguido siempre, pero la ausencia de Juan Formell pesa, aun cuando, en materia de sucesión, Samuel y Juan Carlos se afanen en intentar que la diferencia sea lo menos notoria posible, y Vanessa busque por todos los medios tapar el escape y equilibrar sus interpretaciones con las de Jenny.

Créanme, para vivir a Cuba, entender la salsa, arrancar un acorde innovador de esos violines, vivir La Fantasía de nuestras vidas en melodías, es obligatorio caminar, en algún momento, de la mano de Van Van.

Confesión de casinero, que el sábado, como el primero, desatará ese gen bailador en el coliseo de la Ciudad Deportiva, donde salsa y changüí se fusionarán en un concierto homenaje para traer al presente a dos grandes: Formell y Elio Revé, timonel del Charangón.

Van Van, digan lo que digan, es una especie de religión. He dicho.

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