ARCHIVOS PARLANCHINES: ¡Ya viene el aguador!
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El agua siempre ha tenido un rol protagónico en la vida de mi familia. Cuando vivíamos en el reparto Mañana, en la lejana localidad habanera de Guanabacoa, mis abuelos se tiraban los platos cuando uno de los dos se atrevía a «abrir la llave del tanque». Y luego mi mamá, Graciela, viejita y majadera como la que más, se me paraba al lado cuando lavaba, dispuesta a defender cada gotica a costa del más sonoro berrinche.
La Habana de finales del siglo XIX, centro de secreteos y pendencias contra el gobierno colonial español, no era ni la sombra de lo que llegará a ser en los novecientos, cuando se transforma en una de las urbes más pulcras y bohemias del continente. Por sus calles polvorientas, hundidas y fangosas transitan los lecheros con sus manadas de vacas rechonchas que ordeñan en las puertas de las casas, junto a los vendedores de cerdos, pavos y guineos, siempre prestos a responder al grito de las caseras; los carretoneros, repletos de mercancías de todo tipo, y un enjambre de vendedores ambulantes encabezados por los dulceros, unos negros con tableros llenos de moscas que acaparan la atención con sus majaretes, huevos reales, merengues en plato, matahambres y boniatillos.
En el ámbito de la higiene familiar, la situación de terror existente no disgusta mucho a las damas y caballeros de abolengo, que asocian un buen lavado con un peligroso naufragio, y mucho menos a los profesionales, burócratas, dependientes y hombres rústicos, incapaces de mojar y refrescar sus carnes con la frecuencia debida. Las ricas mansiones y las viviendas de los sectores humildes carecen de baños y alcantarillas; en consecuencia, los inodoros de loza esmaltada, cómodos mingitorios, regaderas niqueladas, bañaderas de porcelana y demás regalos de la contemporaneidad, brillan por su ausencia. En su lugar se usan palanganas de plata con arabescos, en las que el agua se vierte desde garrafas o jarras del mismo metal. En los patios traseros de las residencias se abren fosas inmundas, absorbentes, siempre llenas de excremento, malos olores, ratas y cucarachas que invaden las habitaciones, los salones de las recepciones y los comedores más conspicuos.
Ni la originaria Zanja Real ni el acueducto de Fernando VII, antecedente del canal de Albear, inaugurado en 1893, tienen el caudal y las instalaciones necesarias para brindar un servicio sin interrupciones. En 1850, solo una quinta parte de la población capitalina, calculada en 130 000 habitantes, recibe agua de forma directa en sus casas mediante unas 2 000 llaves, a pesar de que la villa solo llega hasta la calle Belascoaín: El Vedado es apenas un proyecto y los barrios de Jesús del Monte y el Cerro se reducen a unos pocos palacetes de veraneo que se yerguen al pie de sus respectivas avenidas.
Ramiro Cabrera, en un artículo publicado en la revista Social en julio de 1919, comenta que la escasez de este líquido inodoro e insípido es resuelta, en parte, por el popular aguador, un tipo interesantísimo, frecuente aún en nuestras calles en los años ochenta del siglo XIX. Estos eran, por lo general, gallegos que venden a las familias más escrupulosas, en asuntos de limpieza, unos barrilitos llenos de agua y cubiertos de musgos, acarreados desde los manantiales de Vento en unos carretones con dos grandes ruedas y una mula o una yunta de bueyes durante los días de borrasca.
¿Es lucrativo el oficio? Sí —y mucho—, al extremo de que el aguador es tan esperado como la Navidad. Se le paga al contado medio billete y, en ocasiones, hasta dos reales por cada entrega, y se le tiene siempre satisfecho con regalos que pueden incluir alimentos y ropas de uso. Son pocos, igual que los amanuenses de la Edad Media, aunque en materia de privilegios, casi superan a las clases altas. Claro, el puesto es hereditario: el peninsular que hace capitales gracias a sus barrilitos le entrega la industria y su clientela a un irremplazable sucesor —un jovencito de su aldea con alpargatas y boina roja ladeada—. ¡Imposible hacerles competencia! Ramiro Cabrera nos regala esta deliciosa anécdota:
«El último aguador con el que hablé de muchacho, ducho en la materia, y con ribetes de pensador, razonaba así:
“Amiguito, el agua es un barómetro: mientras más agua tiene una ciudad, más cultos son sus habitantes; el agua hace aumentar el número de personas; el agua atrae y fascina…
“Sirve para muchas cosas, además de calmar la sed y cocinar. El baño, por ejemplo, templa las pasiones, sosiega los nervios y mejora la condición humana (…). No me hablen de que hay pueblos limpios, donde no hay acueductos y mucha agua al alcance de todos, es mentira… Si alguna vez eres rey de España, y te quieres hacer un famoso Colón, toma mi consejo y haz lo que te digo: mete una cañería de agua por todos los rincones de las casas, y ya verás tú como la rociada frecuente de los cuerpos de tus vasallos los hará, al punto, más ágiles, más valientes, más patriotas y más risueños”».
Nada, que en esto de hacer publicidad, estos aguadores bigotudos, fumadores empedernidos, con buenos músculos para la carga y mal hablados hasta en el sueño, son unos verdaderos loros verdes. ¡Agua para todos… que con un buen baño, Lola conquistó al Pepe!, gritaban a cada rato, para delicia de la chiquillada.
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