¿Desde cuándo tú estás muerto?

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¿Desde cuándo tú estás muerto?
Fecha de publicación: 
5 Julio 2017
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La vejez no tendría que ser vista como un problema ni los viejos, como una carga.

Como si se conocieran desde siempre, los dos ancianos a quienes el azar hizo compartir un mismo banco, habían iniciado una animada conversación:

—¿Y desde cuándo tú estás muerto?

—¿Cómo muerto, chico?

—¿No dices que estás jubilado?

—Sí, pero eso no es estar muerto.

—Que te crees tú. A ver, ¿para cuántas decisiones importantes te tienen en cuenta en tu casa? Además de sacar al perro, hacer los mandados, marcar para el periódico y el pollo, ¿qué otra cosa tú haces? ¿A dónde te invitan a pasear? ¿Cuánto tiempo conversan contigo?

—Bueno, yo…

—¿Viste? Tú estás muerto, viejo.

No es literatura. Fui testigo presencial de tal diálogo mientras esperaba mi turno para atender al perro en la clínica veterinaria de Carlos III.

Era triste escucharlos, y más, contemplarlos de reojo. Cada uno, con más de siete décadas en las costillas, cargaba a su perro sobre las rodillas. Pero si se observaba con cuidado, era fácil percibir que, más que proteger a sus mascotas, eran ellos quienes se abrazaban al animal como tabla de salvación en medio del océano.

Vaya usted a saber cuántas veces la compañía de sus perros les había salvado de la más densa e insoportable soledad, aun cuando en el núcleo familiar fueran seis compartiendo el mismo techo, aun cuando les sobraron amigos mientras permanecían laboralmente activos.

Uno de ellos tenía un perro sato grande, muy grande, y como le indicaron análisis, tuvo que cargar con el animal escaleras arriba. Apenas podía con tanto peso, jadeaba el hombre, se detenía cada tres o cuatro escalones, pero finalmente llegó arriba.

Acomodado en un banco de madera, dejó caer medio cuerpo, exhausto, sobre el lomo del perro, que parecía calibrar cuánto estaba haciendo por él su amo porque, agradecido, se mantenía inmóvil, firme, dándole sostén y reposo.

Si hubiera sido una escena aislada en medio de incontables cuadros que destilaban felicidad a raudales, no hubiera valido la pena escribir sobre ellos, quizás sí motivo para una pintura donde abundaran tonos grises, tierra y ocre.

Pero es que, regresando de la clínica, me tropecé en Boyeros con otra situación, aún más patética y también protagonizada por personas ancianas:

Eran, presumiblemente, un matrimonio, de esos que, con tantas décadas de andar juntos, dejan ya de ser marido y mujer, en el convencional sentido del término, para convertirse en algo así como siameses, fundidos no por la piel, sino por toda una vida compartida.

Tirando a la par, forcejeando, resoplando, intentaban subir al contén de la acera una silla de ruedas desde la que un hombre, medianamente joven, contemplaba beatífico el mundo a través del prisma de alguna discapacidad mental.

Por el amor traducido en la perseverancia con que tiraban de la silla, podía intuirse que era el hijo del anciano matrimonio. Tenían que amarlo mucho, porque casi estaban dejando la vida en el esfuerzo por trasladarlo.

Y era patético comprobar cómo nadie se acercaba a ayudarles, aún más patético constatar que, probablemente, el problema al que en ese momento se enfrentaban resultaba solo la punta del iceberg que era su vida toda: el enorme, gigantesco problema de criar y cuidar, sin ayuda de terceros, a un hijo discapacitado.

El alma se volvía una pasita por tan solo imaginar cómo ambos viejitos se las arreglaban para asear, alimentar, cuidar en general, a aquel hijo a quien nunca verían entrando a casa con un salario, con un nieto, o, al menos, con una sonrisa elocuente.

Por aquella zona no se veía en las calles un paso para facilitar la subida de la silla de ruedas a la acera, y tampoco para ayudar al tránsito de ancianos como aquellos, apenas posibilitados de flexionar las rodillas.

Mas eso, de seguro, no era lo más significativo: ¿por qué aquellos ancianos andaban solos por  la calle pasando tantos trabajos?, ¿cuál era su historia?, ¿a dónde llevaban al hijo discapacitado?, ¿por qué ellos asumían esa tarea y no otros más aptos físicamente?

De no haber sido tan ancianos, quizás no hubiera resultado así de impactante la escena, pero ellos lo eran, y a esa dirección apunta el almanaque de toda la población cubana.

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Hemos envejecido y por ese rumbo continuaremos, al menos así lo indican los últimos y más rigurosos análisis demográficos. Hoy, casi la cuarta parte de la población, el 21,08%, suma más de 60 años, y dentro de 18 años, será casi un tercio. El índice de envejecimiento poblacional es de 19.4 por ciento, equivale a que dos millones 176 657 habitantes de esta isla rebasan las seis décadas.

Y el panorama adquiere tintes aún más turbios, si se recuerda que solo ocurren alrededor de 11.2 nacimientos por cada mil cubanos, a la vez que aumenta de modo sustancial la cantidad de los llamados por los demógrafos «viejos más viejos», aquellos mayores de 80 años.

Cuando el zapato aprieta en cuestiones de longevidad, hay que pensar en bastones, andadores, cuñas, culeros, sillas de ruedas, camas fowler, balones de oxígeno… por no hablar ya de alimentación, pensiones.

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Pero el asunto está en que llegar a la ancianidad no tiene por qué ser sinónimo de ninguna de esas cosas.

Y como toda la población cubana va aceleradamente bajando esa pendiente, sería muy bueno idear y, sobre todo, concretar estrategias referidas a una vejez sana, digna y feliz.

En ese sentido, se ha ido abonando el camino, y en la actualidad el país cuenta con un total de 274 casas de abuelos que atienden a unos 9 mil 393 ancianos, además de disponer de otros 3 mil 310 espacios para la atención diurna a quienes se encuentran en hogares de ancianos. Solo restan cuatro municipios que aún no disponen de esa alternativa, a la cual se suma la existencia de un trabajador social por cada 600 núcleos familiares.

Asimismo, al empeño por hacer más plena la vida de los cubanos de la tercera edad se suman las Cátedras universitarias del adulto mayor, cuya primera experiencia comenzó hace 17 años en la Universidad de La Habana.

En general, el país dispone para atender a sus ancianos de la coordinación entre los ministerios de Salud Pública, Educación, Educación Superior, Cultura, y el Instituto Nacional de Deportes, Educación Física y Recreación, así como de los proyectos desplegados por gobiernos locales y de los tantos años de experiencia e investigación a cargo del Centro de Investigaciones sobre Longevidad, Envejecimiento y Salud (Cited) y de la Sociedad Cubana de Geriatría y Gerontología.

No por gusto, el pasado abril, el gerontólogo francés y presidente de la Federación Internacional de las Asociaciones de Personas Mayores (Fiapa), Alain Koskas, había declarado al periódico Granma: «Cuba nos ha enseñado hasta qué punto la educación y la salud son dos elementos importantes en la política cubana, que da sus frutos a las personas de avanzada edad, para que puedan envejecer con buena salud mental y física, pero también ciudadana».

Porque la ancianidad puede ser comprendida como una nueva e interesante etapa vital, tan valiosa como las anteriores, con el añadido de ser la única en que la persona se ve libre de las presiones que conlleva la vida laboral, y ya no le interesa tanto cubrir las expectativas que los demás tienen con respecto a ella.

Podría ser la coyuntura para abrir puertas a formas distintas de autorrealización, a cultivar amistades y pasatiempos. Claro, eso luego de que estén cumplidas varias premisas, y de que, a lo largo de la vida, se hayan ido consolidando los cimientos necesarios: los referidos a la salud, a la independencia económica, y también a los afectos.

Todo eso para que no repitan diálogos como el que inicia este trabajo y para que no se vean en la calle escenas como la descrita. Porque la vejez no tendría que ser vista como un problema ni los viejos, como una carga.

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